I.

El tiempo avanza, y nos coloca en la Segunda Semana de Adviento del Ciclo C litúrgico: diciembre es un momento de honda reflexión, ante el inminente regreso de Dios envuelto en pañales, y acurrucado en humilde cuna. Estamos atentos a su llegada orando, haciendo el bien a nuestros semejantes y evaluando nuestra existencia a la luz de una etapa que está por concluir.

Por lo que al país se refiere ha sido un año por demás difícil, especialmente desde el punto de vista socioeconómico, y las señales apuntan al empeoramiento. De las realidades desconocidas por nosotros hasta hace poco, se da la huida masiva de connacionales, en búsqueda de lo básico para poder vivir como el Señor quiere. Nadie sabe a ciencia cierta cuántos venezolanos han dejado nuestra tierra; si bien es cierto que también hay gente que se devuelve, los números de unos y otros no se pueden comparar, lamentablemente.

Diciembre es un mes sombrío, porque —quizá debido a la luz que lo ilumina— se evidencia con más fuerza las contradicciones y desigualdades sociales, golpeando contundentemente las buenas y malas conciencias: las primeras para dar una mano a paliar la situación, las segundas para evadir la realidad consumiendo, embotando los sentidos, navegando entre lo superficial y lo vacuo.

Pero el último mes del calendario es asimismo un tiempo de espera, como dijera anteriormente: es un momento para dilatar las espaldas, expandir la mirada y darle un chance a la esperanza. La venida del Niño Jesús, no obstante las precarias condiciones en que se dio, supone un motivo más que suficiente para que continuemos esperando, para que rebosemos una vez más nuestro corazón de alegría y abramos las manos, dispuestas para continuar colaborando con este Niño, recorriendo los senderos que Él nos indica.

 

II.

El domingo próximo hará acto de presencia Juan el Bautista, como profeta que llama a la conversión del pueblo que no vive según la voluntad divina, sino que se contenta con “surfear” la ola de la propia existencia social, manteniéndose en el vacío y el egoísmo, de espaldas a Dios y sus semejantes.

Sin embargo, deseo centrarme en esta ocasión al quinto capítulo del libro de Baruc, profeta del Señor Dios. La lectura del fin de semana es una especie de cántico o poesía. En ella, el profeta alterna el estado deplorable en que se halla el pueblo “vestido de luto y aflicción” porque fue testigo de que otra parte considerable del mismo pueblo tuvo que salir de su tierra “a pie, conducido por el enemigo”, con el destino final que el Señor le tiene preparado.

Se promete el regreso a casa a Israel, al pueblo exilado. Al “resto” del pueblo que vive el destierro “desde la otra orilla”, se le invita a engalanarse para ese día, vistiendo el manto de la justicia y poniéndose la joya de gloria de nuestro Dios. Entonces el “resto” del pueblo que se quedó, subirá a lo más alto del monte, para contemplar a sus hijos que vuelven. La alegría es la nota dominante de los repatriados, y de todos en general. El sendero que deberán recorrer los que vuelven ha sido preparado para que no topen obstáculo alguno, y puedan caminar con paso firme, seguros, guiados por Dios.

 

III.

Diciembre abofetea la cara de aquellas familias divididas, conscientes de que este año la celebración no será pálidamente igual siquiera a la anterior: la mesa de navidad no solo estará más vacía, sino que también lo estarán las sillas, pues algunos de casa o del sector se fueron. Diciembre es para los que estamos acá, para los que somos “el resto” del pueblo venezolano, la constatación de que estamos de luto.

Al mismo tiempo, diciembre es el fuelle que anima la llama de la fragua que es la esperanza. No en balde es tradicional que me ponga “mis mejores trapitos”, símbolos de que esta historia aún debe dar más de sí, y que seré testigo del camino que Dios Niño allana para que los míos encuentren el camino a casa, y vuelvan.

Habrá que escoger que ropa nos ponemos, las de luto o nos vestimos de gala, para recibir a quienes vuelven. El primero que vuelve entre todos es el Niño Jesús.