El Espíritu Santo
Llegamos. Finalmente, llegamos. Mañana domingo celebramos Pentecostés: celebramos lo que ya recibimos en su momento, el Espíritu Santo. Recibimos celebrativamente el Espíritu desde el bautismo mismo, pero mañana su presencia en medio nuestro cobra una particular relevancia.
A lo largo de la historia de la teología occidental, tematizar la Tercera Persona de la Trinidad ha supuesto más un problema, que una ayuda para nuestra fe. Las razones son varias, y de diversa jerarquía; lo cierto es que durante siglos, toda reflexión a propósito del Espíritu Santo quedó en el olvido, o sencillamente se prestó para confundir más al cristiano. Dejando de lado, pues, lo escabroso del asunto, pretendo ofrecer un par de consideraciones ayudado con las lecturas de la festividad de Pentecostés.
Hablar sobre las maravillas de Dios
La primera lectura, del segundo capítulo del libro de los Hechos de los Apóstoles, recoge lo que les sucedió, y que identificamos como la recepción del Espíritu Santo.
Salta a la vista el hecho de que los discípulos están agazapados, escondidos, deprimidos por el destino trágico de Jesús de Nazaret. Se ocultan por miedo a los judíos. Temen correr el mismo final de su Maestro, temen por sus vidas. En semejante situación, optan por desaparecer de escena, a la espera de que el horizonte se aclare, y puedan decidir lo que más conviene.
Ese es el marco donde irrumpe el Espíritu. Los discípulos están aterrados, pero están juntos. Abandonaron a Jesucristo a su suerte, pero ellos continuaron reuniéndose, venciendo en alguna medida la depresión que los abruma. Pues bien, en semejante contexto se da un evento extraordinario: reciben el Espíritu. ¿Cómo se da este acontecimiento? Quien escribe el hecho, se encuentra con las dificultades típicas del lenguaje; se ve entonces en la necesidad de recurrir a metáforas, analogías: un estruendo “como un viento recio”, “como lenguas de fuego” que se posaron sobre los Apóstoles, dándoles la posibilidad de hablar en lenguas, hablando de aquello que el mismo Espíritu Santo ponía en sus labios. Ellos hablan de las maravillas de Dios. Todos los que los oyen, comprenden lo que dicen, pues hablan su mismo idioma.
Jesús es Señor
Ahora bien, ¿Cuáles son estas maravillas de Dios? La segunda lectura, de la primera carta de san Pablo a los Corintios, afirma que decir: “Jesús es Señor”, es posible pronunciarlo únicamente por inspiración del Espíritu Santo. Las maravillas de Dios es la proclamación del señorío de Jesús, Señor de esta historia y del corazón de cada uno de nosotros.
Acto seguido, Pablo reflexiona sobre la presencia del Espíritu de Jesús en el seno de la comunidad cristiana. Existen muchos dones, pero un solo Espíritu Santo; muchos ministerios eclesiales, pero un solo Señor; muchas funciones comunitarias, pero un solo Dios. Dones, ministerios y funciones están en beneficio del bien común, en beneficio del grupo. Esta realidad es similar al cuerpo humano, que siendo uno, posee muchos miembros. Todo los bautizados están invitados entonces a formar una sola realidad, como uno solo es el Espíritu.
Así también los envío yo
El evangelio de Juan, en el capítulo 20, ya fue comentado en esta columna. No quiero decir con esto que la reflexión se agotó entonces, sino que fijaré mi atención en un par de realidades y no en el conjunto de la lectura.
La primera realidad es que Jesús infunde “su aliento sobre ellos”, diciéndoles: “Reciban el Espíritu Santo”, para luego enviarlos a misionar. Los Apóstoles son capacitados por el don del Espíritu Santo para continuar la misión que Dios le dio a Jesús, y que ahora Él coloca en sus manos, en calidad de colaboradores suyos. “Así también los envío yo”, denota continuidad en la encomienda, estableciendo una sola historia, una misma historia, la de Dios, que quiere salvarnos, que quiere que llevemos a sus últimas consecuencias nuestra vocación humana, tomando como referencia a Jesucristo.
Babel y Pentecostés
Al escuchar la primera lectura, evoco automáticamente el relato de la torre de Babel, que aparece en el libro del Génesis, que habla del proyecto humano fallido de construir una torre para llegar al cielo; el plan termina mal porque Dios confundió a los constructores, al no entenderse entre sí (hablaban, pero no se entendían). Pentecostés es todo lo contrario. A pesar de estar gente de diferentes procedencias e idiomas en Jerusalén, cuando los discípulos hablan, asistidos por el Espíritu Santo, se hacen comprender. Hablan lenguas comprensibles. Se da una comunión, una comunicación.
He aquí una primera intuición sobre el ser mismo de nuestro Dios: él se da a entender. Dios ama la comunión, y favorece la comunicación que pasa asimismo por el idioma, la palabra (no en balde, el evangelio de Juan se abre así: la Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros).
Una imagen vale más
La sabiduría popular afirma que “una imagen vale más que mil palabras”. Acabo de señalar que Dios en su esencia es comunicación, palabra; ahora hay que completar la idea afirmando que, por lo que se refiere al Espíritu Santo, es mejor movernos —a ejemplo de la Biblia— en el plano metafórico que en el discursivo.
El NT no dice quién o qué es el Espíritu Santo, sino que nos lo presenta a través de analogías: es “como” viento huracanado, “como” ascuas de fuego. El Espíritu trae consigo dones que distribuye entre los que conformamos la comunidad; es el aliento de Jesús que nos anima para la misión que asumimos como comunidad.
El Espíritu Santo es, finalmente, el elemento que une, que consolida la unión de ánimos de los cristianos; la unidad grupal es fruto de su presencia. Por otro lado, de acuerdo a lo señalado en el evangelio, es el Espíritu de Jesús, es decir, nuestra existencia y nuestras obras pueden llevarse a cabo del mismo modo que lo hiciera el Señor. Seguir a Jesús de Nazaret será vivir y actuar como Él lo hizo. No es imitarlo a Él, sino ser y proceder como Él fue y actuó.