I.

Hay un relato convertido ya en clásico. Trata del alumno que le pregunta a su maestro qué es la Luna, y éste le responde apuntando con su dedo a nuestro satélite. El joven se quedó mirando fijamente el dedo de su mentor y le respondió: “Ahora sé qué es la Luna”.

Sin saber exactamente cuál puede ser el motivo, constato que en este mundo que nos ha tocado vivir, corremos el riesgo de quedarnos a mitad de camino en la compresión de lo que es la existencia humana —y la fe—. Algo de eso percibo en el mensaje del evangelio del domingo próximo, y que deseo compartir contigo.

 

II.

Mucho se ha discutido a propósito del relato de la creación del mundo y del hombre que aparece en la Sagrada Escritura. El domingo oiremos hablar del relato de la creación de la mujer: el hombre ya aparece, así como el resto de la realidad, pero el hombre no se reconoce a sí mismo en nada que lo circunda; él que dio nombre —por petición expresa de Dios— a cada creatura, vive la experiencia de la soledad infinita pues ningún ser animado puede relacionarse con él, en calidad de iguales. Estando así las cosas, Dios hace caer al hombre en un profundo sueño, le extrae una costilla y con ésta crea a Eva (literalmente, la palabra significa “mujer”). Al contemplar a la mujer, Adán concluye que ella sí es hueso de sus huesos y carne de su carne. La lectura se cierra con una sentencia del narrador: “por eso el hombre deja a su padre y a su madre, se une a su mujer, y juntos son una sola carne.

En la segunda lectura, que corresponde a la Carta del Apóstol Pablo a los Hebreos, se afirma, después de haber dado la debida justificación, que Jesús y todos nosotros provenimos de un mismo Padre, y que Jesucristo no tiene ningún reparo en llamarnos hermanos.

Por último, el evangelio de Marcos recoge en tono polémico un cuestionamiento que le hacen a Jesús: “¿Es lícito el divorcio?”. Jesucristo replicará con las mismas palabras de la primera lectura: “al principio, hombre y mujer, eran una sola carne. Lo que Dios une, que el hombre no lo separe”. Estas palabras que están al comienzo de la historia del pueblo de Israel, suenan extrañas inclusive para los discípulos de Jesús, que le piden en privado que se aclare. El Señor, una vez más, coloca a los niños como la medida justa para quien aspira a formar parte del Reino que Él inaugura.

 

III.

La lectura del Génesis y del evangelio de Marcos se usa con bastante frecuencia en los matrimonios, para recalcar la indisolubilidad de la unión. Es decir, el matrimonio eclesiástico no contempla el divorcio —salvo en los casos donde haya algún “vicio” que invalide el sacramento—, y la separación adviene con la muerte. Pero no es este el énfasis que quiero darle hoy a estas lecturas.

Tampoco quiero ahondar en las discusiones sobre si la Biblia describe a pie juntillas el hecho de la creación, por encima de lo que es la explicación científica del mismo hecho.

Me parece más bien que debo resaltar algo específico de la relación a la que Dios nos invita a participar (sin denigrar mínimamente de lo que supone la relación de la pareja): porque Jesús de Nazaret fue capaz de hacerse Hermano nuestro, es que nosotros podemos “comulgar” con Dios y con las demás personas, hasta llegar a convertirnos en una sola carne.

Parte de la desgracia que se abate sobre nosotros tiene que ver con la incapacidad de reconocernos a nosotros mismos en los demás; queremos mirar la Luna, pero fijamos nuestros ojos en el dedo que la señala. Más temprano que tarde debemos ir más allá de nosotros mismos, para reconocer a los otros como hermanos nuestros: “hueso de mis huesos, y carne de mi carne”.