I.

Superada ya la primera quincena de enero, digerir el desconcierto causado por el inicio de este año es lento y penoso. La agenda política oficial no da señales de interés por el cotidiano nacional, que evidencia por sus cuatro esquinas un país más pobre, más hambriento y definitivamente más enfermo. Este hecho me golpeó fuertemente dejando un profundo dolor en mi interior al constatar, mientras visitaba a mi familia, cómo personas cercanas exhibían al andar por las calles sus rostros demacrados, con colores de piel y olores que denotan enfermedad, con ropas andrajosas, harapientos que arrastran un carrito en búsqueda de agua potable.

La solidaridad y el Buen Espíritu están tan presentes como el lado oscuro de la fuerza: mi mamá que se ofrece a despiojar a una pequeña; mi hermana dispuesta a colaborar con dos niños del vecino, abandonados por su esposa, para que continúen sus estudios; los vecinos dándose una mano para completar la comida, etc. La conclusión a este cuadro en movimiento que pasaba ante mis ojos se traducía en unos deseos de que algo grande ocurra entre nosotros, de manera que este escozor remueva nuestros cimientos, y nos coloque definitivamente en el sendero de la recuperación de nuestro país.

La parodia alrededor de la elección de “otra” directiva de la Asamblea Nacional, el nuevo aumento salarial intrascendente, la cultura y comercio emergentes en las inmediaciones de las estaciones de servicio de combustible…, golpean diariamente nuestros cuerpos y dignidad, comprometiendo seriamente la opción asumida de continuar apostando por Venezuela. Este contexto, pues, asemeja a una gran olla con todos sus ingredientes, que únicamente necesita colocarse al fuego; este fuego es la gran invitación que estamos ansiosamente esperando.

 

II.

Situaciones críticas, ambientes devastadores, realidades extremas, suelen disponer asimismo al espíritu humano a cambiarlo todo, revertir situaciones, superar ambientes, redirigir los extremos. Cuando es esta la actitud, es menester dar con la yesca que encienda el campo. En el caso de la Sagrada Escritura, Jesucristo es la llama que enciende la pradera.

Por lo que a Jesús respecta, la propuesta que trae consigo abarca toda la realidad; la humanidad entera está involucrada en la invitación que porta el Señor. Su misión no sabe de fronteras, al definirla como luz para todas las naciones. Naciones que son presa de las tinieblas, que no hallan la salida del túnel, donde los malhechores se guarecen para cometer sus tropelías. El resplandor que Jesús trae los alcanza a todos en cualquier lugar, incluso si están agazapados, escondidos, derrotados. No existe espacio estanco que la gracia divina no bañe con su fuerza. Este modo de ser de Jesucristo quita el pecado del mundo, resta espacio al mal consolidando el bien.

Lo curioso es que estas ideas apuntan a la totalidad, a todos. Es tan grande, como grande es la invitación, la convocatoria a sumarse a esta empresa. Una gran invitación.