I.

Litúrgicamente hablando, la Iglesia hace todo lo que está a su alcance para prolongar lo más posible los grandes hitos de nuestra espiritualidad, tal y como se expresan en las lecturas dominicales. El centro de gravedad del cristianismo está representado por el “misterio pascual” de Jesús, es decir, su pasión, muerte y resurrección, celebrado concretamente en la Semana Santa; luego, nos disponemos a ahondar nuestra vocación nacida de la entrega y resurrección del Señor, en la recepción del su Espíritu. Pasado Pentecostés, como fiesta, nos adentramos en nuestra casa y familia, que es la Trinidad, y mañana Domingo consideraremos el “Cuerpo de Cristo”. De esto último es que trata la reflexión que les ofrezco.

 

II.

La primera lectura, tomada del libro del Éxodo, trae una frase que luego se repetirá en el evangelio de Marcos: “Esta es la sangre de la alianza”. El contexto donde el pueblo se pronuncia también nos es relativamente familiar: Moisés reúne a Israel después de haber estado con Dios, y les cuenta todo lo ocurrido, incluyendo los mandamientos y su respectivo cumplimiento; a todo ello, el pueblo responde —dos veces— que no faltará a la voluntad de Dios. Terminado de hablar, se festeja litúrgicamente la Alianza entre Dios y su pueblo, sellándola con sangre —animal— que se vierte sobre el altar, pero también se rocía con ella al pueblo.

La segunda lectura, por su parte, es contundente al afirmar que Cristo es sumo sacerdote; pero no como los que conoció Israel: el templo donde el Señor “presidió los oficios” no fue construido por hombre alguno. A Él le bastó entrar una vez al santuario, donde se realizaban los sacrificios, para alcanzar así nuestra liberación definitiva. Después, no se valió de la sangre animal para “amarrar alianzas”, sino que derramó la propia, para salvación de todos. La sangre animal tenía el “poder” de consagrar —literalmente, la palabra significa “separar”— lo profano, porque “devolvía” la pureza original… ¡externa! En cambio, la sangre de Cristo que se ofrece a Dios es inmaculada y purifica —como señala el texto a los Hebreos— nuestras conciencias de nuestras obras muertas. Es así como se rinde culto a Dios. Y Jesús es el Mediador de esta nueva Alianza: su muerte trae la redención de nuestros pecados, y nos da Vida.

Finalmente, el evangelio recoge lo que será la última cena de Jesús, con sus discípulos y entre nosotros. Esta comida se da en el marco de la cena pascual, judía. La cena pascual se celebra anualmente; es la rememoración de la gesta divina donde Dios “pasó” (literalmente, es lo que significa la palabra “pascua”) liberando a Israel de la esclavitud de Egipto. En un determinado momento de la comida, Jesús rompe el protocolo de la misma al tomar pan, bendecirlo, y mientras lo compartía, dijo: “Tomen, esto es mi cuerpo”. Después, tomó la copa con vino, dio gracias a Dios y la pasó a los demás diciendo: “Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos”. La escena termina recogiendo sus palabras finales: ya no beberá más vino, sino que lo hará, nuevo, en el Reino. Concluido el discurso, todos se fueron al Monte de los Olivos.

 

III.

Moisés es el mediador por antonomasia entre Dios y su pueblo; él posee el privilegio de encontrarse cara a cara con Yahvé, y no perecer. Asimismo, es el encargado de trasmitir a su gente los designios de Dios, y velar por su cumplimiento. En la lectura que nos ocupa, se da pues el pacto entre Dios e Israel, y el pacto se consuma “con la sangre de la alianza”, o lo que es igual, con la mayor expresión humana creada hasta ahora, para significar que las cosas se toman muy en serio, porque se ha colocado en medio la sangre, o sea, la vida misma de quien la esparce. Sin embargo, como Dios no apoya sacrificio humano alguno, se usa la sangre del animal como ofrenda sustitutiva. El pueblo se compromete a cumplir los mandamientos de Dios.

La carta a los Hebreos es un escrito curioso e interesante dentro del Nuevo Testamento, desde el momento que no sigue los patrones determinados especialmente por los cuatro Evangelios, los cuales nunca dan a Jesús de Nazaret el título de “sacerdote”, y es que no podía serlo, dado que en Israel el sacerdocio es hereditario, tampoco se le dio el título para no  confundirlo con los sacerdotes judíos, y porque el autor de esa carta estaba claro que el Señor inauguró un nuevo sacerdocio y un nuevo culto. En esta ocasión, sí se esparcirá sangre humana, y además será sangre inocente. Dios no es el ídolo sediento de la sangre de sus súbditos; Jesús no es una víctima fatal del destino, o un incomprendido por los suyos que camina inevitablemente al patíbulo, sino que, tanto Dios como Jesús han comprendido que, para demostrar a todos los confines últimos de la predicación amorosa de Jesús, Él debe morir. Para alguien acostumbrado a darlo todo, llegado a la encrucijada de dar la propia vida, no se lo piensa dos veces y da el paso.

De lo apenas dicho, el evangelio de Marcos da muestra de la entrega sin reservas de Jesús, que es capaz de dársenos si con ello nos une más a Dios, si nos unimos más entre nosotros, y si expulsa de esta historia el sinsentido de la muerte injusta. Jesús, “más grande que Moisés”, deviene el nuevo Mediador de la nueva Alianza.

Ahora bien, la cuestión no es únicamente el darse inconmensurablemente, sino también el quedarse con nosotros, acompañándonos en la continuación de su misión a través de nosotros. Es así como el Señor Jesús está con nosotros como comida: como pan, o el alimento base, universal, que no puede faltar en ninguna mesa, y como vino, como la bebida cuya propiedad de alegrar el corazón, difícilmente tiene parangón.

Esta realidad novedosa la celebraron los discípulos, pero también nosotros, cumpliendo así las palabras de Nuestro Dios.