I

Los seres humanos solemos ver con cierto grado de desconfianza lo “novedoso”, porque nos saca de nuestra zona de confort y porque no siempre trae consigo mejoras en lo que es ya “ganancia” en nuestras vidas. Por otro lado, cuando la situación actual nos desfavorece, aspiramos y promovemos cambios que mejoren dicho estado. La novedad comporta, pues, incertidumbre y esperanza.

Quiero concentrar mi comentario de esta semana en el segundo aspecto que supone lo nuevo entre nosotros.

 

II

Los Hechos de los Apóstoles nos narran la saga de san Pablo y Bernabé en el cumplimiento de su misión de propagar el Reino de Dios entre los pueblos no judíos, es decir, los gentiles. La Iglesia crece gracias a la dedicación de estos dos hombres; es más, la comunidad alcanza unas proporciones que superan sobremanera —al menos a nivel numérico— incluso los esfuerzos del mismo Jesucristo. El camino está determinado por las sugerencias del Espíritu Santo, que es el lazo de unión de nosotros los cristianos con el Señor Jesús.

Para el autor del Apocalipsis, “el primer cielo y la primera tierra” han pasado, y el mar ya no existe. Estamos ahora en presencia de “un cielo nuevo y una tierra nueva”. La novedad ha hecho acto de presencia en la vida de los seguidores fieles del Cordero, de Jesús de Nazaret. El haber permanecido en pie, confiando en Dios y sin desmoronarse frente a dinámicas sistemáticas que pretendían doblegarlos, hace que los fieles se vistan de blanco, lleven palmas en sus manos y sean los testigos privilegiados del inicio de otra historia, de una “nueva” historia para ellos.

En cambio, Jesús comparte con sus Discípulos, en un ambiente de despedida, en la celebración de la Cena Pascual, lo “novedoso” que significa vivir moviéndose alrededor del amor. El amor es entonces la mejor señal para identificarse y reconocerse los cristianos: es la carta de presentación para aquellos que no pertenecen a la comunidad cristiana, y es el clima natural donde se tejen las relaciones interpersonales.

 

III

De mantenernos en el contexto de las lecturas del Quinto Domingo de Pascua, Ciclo C, tendría que afirmar que el país vive aún “en el primer cielo y en la primera tierra”, o sea, en una situación adversa: padecimiento de todo tipo de calamidad, con el sufrimiento a flor de piel, la enfermedad y la muerte susurrándonos al oído, trayendo más dolor, propiciando lágrimas negras, amargas por la aparición en casa de la muerte temprana.

Dolor, necesidad e incertidumbre, no ante la irrupción de la novedad y su carga de esperanza, sino por la duda y la angustia nuevamente presentes, porque “la telenovela” que es nuestro pobre rico país inaugura diariamente un capítulo en la trama que nos mueve definitivamente el piso, dejándonos colgados de la brocha.

Ahora bien, hemos de promover porque estamos definitivamente convenidos de ello, de que este estado actual de cosas es transitorio. El detonante de las nuevas realidades que están por darse es precisamente la contemplación, aquí y ahora, del nuevo cielo y de la nueva tierra. Porque los cristianos hemos sido capaces de avizorar al Creador, que lo está haciendo todo nuevo: muerte, llanto, luto y dolor, desaparecerán de nuestro horizonte, porque fuimos creados para la Vida que el Viviente Jesús conquistó para nosotros, y que ahora nos ofrece.

Quienes nos hemos visto en situaciones donde nuestra vida corre un riesgo mortal, nos hemos dado cuenta asimismo de que solo hablamos de lo que vale la pena, y de que eso que decimos no tiene un ápice de mentira. Cuando la muerte nos sale al paso, hablamos con honestidad de aquello que realmente nos importa. Esto vale también para Jesús de Nazaret.

El Señor ha cenado con sus Apóstoles. Están en la “sobremesa”. Jesús ha tomado la palabra. Cuanto dice constituye su testamento, en alguna medida. ¿De qué habla un hombre que está a punto de ser asesinado por sus opositores? Jesús les habla de amor.

Israel es un pueblo que ha vivido guiado por los mandamientos del Señor dictados a Moisés: es el Decálogo. Estas normas, claras y distintas, pretenden garantizar socialmente que los mínimos de la convivencia social se den, pero también buscan que los mínimos del amor circulen entre las personas. Jesús ahora presenta un mandamiento, que termina fundando todos los demás. Él, que está por glorificar a Dios nuestro Padre, yendo libremente a su pasión, coloca en manos de los Discípulos lo que realmente cuenta en la relación entre Él y Dios, es decir, el amor.

El amor pasa a ser entonces la mejor presentación de lo que se pretende con la predicación del Reino, pero también es una eficaz manera de invitar a los demás a vivir esa experiencia, o lo que es igual, a vivir dando y recibiendo amor, dándose a los demás, recibiendo lo mejor de los demás, que ellos libremente nos lo ofrecen. El amor se convierte entonces en la razón primera y última por la que Dios recrea todo, pero lo hace a partir del final (porque ya hay cielo y tierra nuevos, es que queremos que se haga realidad). La tarea del amante y del amado es adelantar la nueva creación. El amor ha habitado entonces de tal manera a Jesucristo, que éste no sabe de otro sentimiento que no sea el amor.

Camino del Calvario, Jesús concretará este amor. Pero esta demostración no se queda ahí. Es menester hacerla propia y, de acuerdo a personas y circunstancias, volver a proponerla para que se haga notar, para que inspire a otros, para que sea un nuevo elemento presente en nuestra historia.

El amor es la novedad. Esta novedad representada en el amor, en dar la vida para que los demás tengan Vida, nos descentra y nos llena de esperanza. Esperamos transformar el luto y la muerte, el dolor y el llanto, a punta de amor. Así sea.