I.

La liturgia católica posee unos hitos celebrativos que permiten alternar el ritmo ordinario que suele llevar a lo largo del año. Estos momentos especiales son un concentrado que ayuda a revisar el camino andado, al tiempo que marca nuevamente el Norte a seguir, de modo que podamos ser lo más fieles posible a la vocación que el Señor Jesús nos invita, mediante su propia vida, con su ejemplo.

Jesucristo, Rey del Universo nos indica además que estamos próximos a las festividades decembrinas, que está por cerrarse el tiempo ordinario, dando paso al Adviento, para ingresar en ese espacio donde su Nacimiento es tiempo para renovar fuerzas y esperanzas, primero en Él, que con su encarnación nos demuestra cuánto nos ama, y después en nosotros mismos, a través de un ejercicio espiritual bien concreto, sencillo, y muy necesario para los tiempos que corren por estas tierras.

 

II.

Las lecturas del domingo próximo enfatizan precisamente la realeza de Jesucristo: Él tiene poder real y domina todo; su reino no conoce el ocaso (Daniel), volverá como príncipe de todos los reyes, con esplendor y gloria; es el Alfa y la Omega (Apocalipsis), es rey, pero su reino no es de este mundo; es además testigo de la verdad (Juan).

Estamos habituados a ver cómo el Evangelio resalta la modestia de Jesús, su servicio discreto, su verbo sin pretensiones, pero con una fuerte carga de sabiduría. El Señor ha venido a servirnos, y no a ser servido por nosotros. Ahora bien, la festividad de Jesucristo, Rey del Universo pone de relieve su magnificencia, su regreso a nosotros en términos de Señor de todos, que reina en nuestros corazones, y Juez misericordioso de esta historia, de lo que los seres humanos hemos hecho con este planeta y nuestros semejantes.

 

III.

La fiesta de Jesús, Rey del Universo nos recuerda una verdad de Perogrullo, que evidencio en dos pasos bien sencillos.

El primer paso se da a un nivel sociopolítico, o sea, Jesucristo, cuando le dice a Pilato que su Reino “no es de este mundo”, simplemente relativiza su imperial poder y todo poder, de todo tiempo y de todo lugar. Es un ejercicio necesarísimo para Venezuela, donde capean actores sociales y políticos que no hacen sino endurecer sus propias posiciones, llegando inclusive a sacralizarlas, en detrimento de lo más precioso de todo pueblo, que son sus personas. Pero hay más. Jesús dice que “quien pertenece a la verdad, escucha su voz”. Entiendo entonces que lo apenas referido forma parte de esa verdad: no existe mandatario, gobierno o proyecto político que se eleve por encima del pueblo al que dice servir, y al que ciertamente se debe. Si el mismo Jesús de Nazaret relativiza el movimiento identificado con Él, y que algunos de sus contemporáneos intentaron endilgarle una connotación política, ¿Cómo es posible que demos o admitamos hoy día un “piso teológico”, es decir, una justificación “religiosa”, a modelos políticos que han demostrado su definitiva inoperancia a la hora de conducir un país? Todo mandato tiene un periodo, toda política es perfectible y a toda ideología hay que anteponerle la realidad que vivimos, amamos y también padecemos.

El segundo paso ocurre a un nivel personal, es decir, Jesucristo es mi Rey, y su bandera de Sumo Capitán ondea en mi existencia; mi vida es su territorio, y Él es mi Rey-pastor, mi Señor-servidor, no a ejemplo de reyes y gobernantes terrenos que someten a sus caprichos a los ciudadanos, incluso llegando a no sentir compasión alguna por sus sufrimiento y tragedias, sino que este Rey-pastor trae paz, esperanza y amor. A este Soberano hago oblación de mayor estima y momento, pensando en Venezuela.