I.
Conocí El Salvador en el 2004. A mi llegada, me llamó poderosamente la atención la valla publicitaria de un banco nacional en la vía que llevaba del aeropuerto al centro de la ciudad, donde notificaba la apertura de una sucursal en Los Ángeles-California, además de los servicios a disposición para la gestión de las remesas que familiares y parientes depositaban en dicha sede, en favor de quienes vivían en “El Pulgarcito de América”.
Para ese entonces, el dinero que ingresaba en las arcas salvadoreñas representaba una buena tajada para el PIB nacional. De mi estadía en ese país centroamericano concluí que el gobierno de turno estaba sobremanera interesado en que las personas abandonaran su tierra, para así aumentar los ingresos —sucedió así, de hecho—, pues el único bien que tenía para “exportar” era la gente obligada a hacerlo.
Creo que algo de eso se está observando ya entre nosotros, y amerita ser pensado asimismo desde Dios, de manera que, al final del proceso, tomemos una decisión.
II.
Josué y Jesús (ambos nombres tienen el mismo significado: “el que salvará a su pueblo”) se nos presentarán el próximo Domingo como preclaros conductores que colocan a sus respectivos grupos en la necesidad de tomar una decisión.
Josué es el continuador de la historia divina, empezada con la colaboración de Moisés. La tierra prometida está frente a ellos, pero deben ganársela a pulso, con un último esfuerzo. El éxito de la empresa depende sin embargo de escoger a quien se tendrá por Dios y Señor: a Yahvé, o a los ídolos y divinidades. Para Josué y su familia la cuestión es por demás clara: ellos optan por adorar al Dios verdadero.
Jesús por su parte es el culmen de esta única historia de salvación. Él ha debido encarar a quienes quieren comer sin trabajar, así como a aquellos que no aceptan su persona como el intermediario por antonomasia, para la relación definitiva con el Dios verdadero: su Cuerpo y su Sangre nos dan la vida eterna. Y, no obstante, a una buena parte de sus seguidores esta afirmación les resulta escandalosamente inaceptable.
En tiempos de Josué y de Jesús, la realidad era menos compleja, de manera que la materia de elección podía buenamente plantearse en dos alternativas: seguir al Señor, o preferir marcharse. Hoy día, generalmente la situación tiene más aristas, sobre todo cuando nos referimos a los seres humanos y a las decisiones que les afectan hondamente.
III.
La realidad nacional que nos toca vivir, y donde algunos tenemos el compromiso de colaborar con Jesucristo en la predicación del Reinado de Dios, ha dado un vuelco que parece irremediable, y que nos ha sumido en un escenario deprimente, más catastrófico por inquietante. Diera la impresión de que quienes nos dirigen no les interesa que un mínimo de paz anide en nuestros corazones, sino que vivamos con los nervios crispados en todo momento.
Ante semejante cuadro nacional dantesco, hay quienes deciden “no marcharse” de Jesús, pero sí del país, buscando los mínimos indispensables para vivir decentemente. Otros no se van de Venezuela, pero asemejan zombis, presa de la incertidumbre originada por cuanto deben afrontar a diario. Éstos probablemente no rechacen al Pan de Vida tampoco, pero inevitablemente están urgidos del pan de los sobrevivientes.
Resulta llamativo, sin embargo, que Jesús —y Josué— insista en que para tener lo que por derecho nos toca, es imprescindible que no nos marchemos de Él. Que esto sea así implica, también, que nuestros dirigentes sigan los ejemplos de Josué y Jesús. Así sea.