I.

Jeremías, san Pablo y san Marcos nos conducirán el próximo domingo a acrecentar nuestra esperanza en Dios —y en nosotros mismos—, tan necesaria por estos días que corren.

Me parece que una de las grandes dificultades que nos impiden mantener la esperanza en su justa medida tiene que ver con cierta miopía a la hora de observar la realidad y de atisbar el consiguiente horizonte que de esta mirada se desprende. Jeremías y Pablo, pues, están prontos a darnos una lección a este respecto; Marcos presenta un ejemplo bien concreto de cómo no podemos echarnos a morir, al lado del camino, sino que tenemos que hacer sentir nuestra voz, para poder oír la voz y “ver” a la persona de Jesús, bandera de nuestra esperanza.

 

II.

Una de las tareas más arduas para quien predica a Dios se da cuando debe hacerlo en un contexto que se encarga de negar al Señor, en todas sus expresiones. Jeremías sabe perfectamente a qué me refiero: lanza el mensaje divino a una ciudad fantasma, desolada; toda la gente ha sido puesta prisionera por Nabucodonosor, y deportada a Babilonia. Lo mejor de esa población se ha ido.

Desde un aspecto más personalista, la Carta a los Hebreos señala que todo sumo sacerdote, a pesar de comprender a los extraviados e ignorantes, y no obstante ofrecer sacrificios en nombre de éstos, él se encuentra en la misma situación, presa de sus propias debilidades.

El evangelio de Marcos requiere una mayor explicación. He venido diciendo que Jesús camina hacia Jerusalén, o sea, hacia su muerte. Está claro que su destino se juega en esta decisión, que ya tomó y desea mantener como muestra de fidelidad a Dios, y de amor supremo a todos los seres humanos. Él, pues, está claro: “ha visto” lo que debe hacer, y lo hará. Los discípulos, por su parte, también han comprendido bien lo que supone para ellos la decisión que el Maestro ha asumido, y han escogido “no ver”. Ellos no desean ir a Jerusalén: no quieren que Jesús muera, y mucho menos ellos con Él. Como suele decirse acertadamente, “no hay peor ciego, que el que no quiere ver”.

Mientras hacen el recorrido, a la vera del camino yace un ciego. Se llama Bartimeo: él “no puede ver”; está impedido físicamente. Que esté al borde del sendero, significa que ha sido excluido del tejido social. No hay sitio para él en la ciudad. Por casa, posee una manta, así como muchos de nuestros indigentes tienen cartones por colchón.

 

III.

Hablemos de esperanza. Digamos a todo pulmón: “Que yo pueda ver” una situación distinta de la actual, pues, lo que vivo hoy Dios no lo quiere.

Al pueblo que se fue desterrado, el Señor Dios lo hará volver. Regresarán contagiados de alegría, saltarán por estar en casa nuevamente. Las lágrimas se enjugarán, la tristeza dará paso a la alegría. No habrá impedidos, enfermos o discapacitados, así como tampoco habrá sed. Dios será nuestro Padre, y nosotros sus hijos. Jeremías “ve” este destino último para su pueblo, y lo canta con entusiasmo.

Dios llamó a Jesús a ser su mediador entre nosotros, al constituirlo en su Hijo. De este filiación divina es que proviene su sacerdocio, garantía de verdadera alianza pues Él no necesita ofrecer sacrificios para expiar sus propias faltas, sino que ha penetrado hondamente las nuestras, y las lleva en sus manos misericordiosas, para que el Señor las supere definitivamente, para que no tengan ascendencia en nuestras vidas nunca más.

 

IV.

Bartimeo está ciego, pero no sordo. Y tampoco es mudo: oye que Jesús está pasando, e inmediatamente se pone a gritar para llamar su atención. Nada ni nadie consigue acallar su voz; una vez que Jesús lo llama —como a los ciegos de la lectura de Jeremías— quienes pretendían amordazarlo, ahora están de su parte. El “hándicap” físico no lo inhabilita espiritualmente: “Señor, permíteme ver”. Operado el milagro, Bartimeo sigue a Jesús camino de Jerusalén. Ahora son dos que están claros, que “ven” claro hacia dónde ir.

Que la terrible situación que atravesamos, no nos impida nutrir la fe y la esperanza en que Dios nuestro Padre nos traerá a quienes se fueron. Él nos engendrará del mismo modo que engendró a Jesucristo, eterno y sumo sacerdote. Él nos hará comprender y acompañará en el camino a seguir.