I.

Mañana Domingo la Iglesia celebra el “misterio” de la Santísima Trinidad, o lo que es igual, lo que Jesús de Nazaret nos reveló, de cómo es Dios “por dentro”. Las lecturas apuntan a mostrarnos aspectos de nuestro Dios, con la intención de ahondar en su conocimiento, de manera que conociéndolo más, lo amemos más y lo sigamos más.

 

II.

Moisés ha tomado la palabra en la primera lectura para dirigirse al pueblo en un discurso recogido en el libro del Deuteronomio; valiéndose de preguntas retóricas, Moisés les hace comprender a todos que existe un solo Dios.

Gracias a la acción del Espíritu Santo, ese Dios veterotestamentario es nuestro Padre: por inspiración suya es que podemos llamarlo ¡Abba! Esta precisión la hace Pablo a los Romanos, en el capítulo 8 de la carta dirigida a esta comunidad.

Finalmente, en el evangelio toma la palabra Jesús, para completar así el “tríptico”: Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. En nombre del Dios Trino recibimos la encomienda de llevar su predicación a todos los confines de la tierra.

 

III.

Desde la creación misma, no se tenía noticia de que divinidad alguna “se buscara una nación”, y que diera muestra de ello mediante su presencia constante y portentos sin igual. Ese es Dios para Israel: él entra en la vida de las personas dirigiéndoles la palabra, estableciendo unas normas mínimas para garantizar la circulación del amor y la justicia en medio suyo, y para que esta felicidad se extienda a lo largo de las generaciones. El Dios así manifestado es el mismo que previamente ha liberado al pueblo de la tiranía de Egipto. Yahvé no desea que esta tragedia se repita; para ello, es menester que las personas entiendan que no pueden estar cediendo ante ídolos, por muy poderosos que sean. La gran diferencia que estriba entre el ídolo —cualquier ídolo— y Dios, es que el primero exige la vida del ser humano para él poder existir, mientras que el Señor está dispuesto incluso a sacrificarse en beneficio de la humanidad, porque allí radica su razón de ser Dios, es decir procurarnos la Vida que Él ya posee en plenitud.

La Vida llega hasta nosotros gracias al don del Espíritu Santo, que, al proceder de un Dios liberador, hace de nosotros, no sus esclavos (en el supuesto de que alguien pueda pensar que Dios liberó a Israel de las cadenas de Egipto, para someterlo y convertirlo en un séquito de esclavos), sino sus hijos. Este es el mensaje paulino, que buenamente permite rescatar la pregunta planteada en Deuteronomio: “¿Se había oído antes cosa semejante?”. No fuimos liberados para devenir siervos, sino para participar en calidad filial de la herencia que Dios nos da, y llega hasta nosotros mediante Jesucristo y el Espíritu Santo. La felicidad que aparece en la primera lectura, alcanzable mediante el cumplimiento de los mandamientos divinos, se concreta en la vivencia honesta de nuestra fraternidad y filiación. Este es el testimonio en que concuerdan el Espíritu Santo y nuestro espíritu, según san Pablo.

El evangelio pide una interpretación mayor, pues están presentes unos elementos que no puedo dejar pasar por alto. En primer lugar, algo que mencioné en entregas anteriores: los discípulos no fueron fieles. Abandonaron a Jesús cuando más los necesitaba. Lo traicionaron y se atrincheraron en su propio miedo. Todo esto es evocado por el número “once”, que nos recuerda que el grupo no está completo, que falta Judas, quien no admitió en modo alguno el perdón que Jesús le ofreció y, en lugar de abandonarse en su mirada misericordiosa, prefirió hacerlo en un árbol, colgándose. El “once” dice que todos, unos más, otros menos, traicionaron y abandonaron a su suerte a Jesús. Sin embargo, y esto es lo que realmente cuenta, permanecieron unidos.

Maltrechos sí, pero unidos, los once discípulos se dirigen a Galilea, donde todo empezó. Fue en esa ciudad donde conocieron a Jesús. Vuelven al lugar del primer amor, del mismo modo que nosotros volvemos al recuerdo del primer beso de amor que dimos o recibimos. Los apóstoles vuelven al sitio que el Resucitado les indicó, porque allí se encontraría con ellos. Hay un momento de adoración, de veneración, ante la presencia del Hombre Nuevo Jesús; su novedad salta a la vista: quien vive al modo de Jesús no morirá jamás. Eso es una novedad que el grupo acoge; aunque no todos con el mismo entusiasmo y grado de credibilidad, pues el evangelio de Mateo dice que “algunos todavía vacilaban”.

A creyentes y cobardes Jesús dirige el mismo mensaje. Los hace sus “apóstoles” nuevamente (la palabra significa literalmente “enviados”). Renueva con ellos la misión que previamente les había encomendado, o sea hacer de todo hombre un hermano y un hijo a través del símbolo del bautismo en nombre de la Trinidad. Los apóstoles deben —como Moisés— transmitir un mandamiento (no diez, a diferencia de Moisés). Los apóstoles deben enseñar a toda criatura que el mandamiento de esta religación es el Amor. No hay otro. La Iglesia, a partir de entonces, enseña que la única norma que norma la vida de la comunidad es el Amor, y que éste tiene su sede en las llagas del Crucificado, heridas que rezuman misericordia, perdón, reconciliación.

 

IV.

Un pequeño tecnicismo, en dos pasos, para terminar. Primero: en el evangelio de Mateo aparece una “fórmula ternaria” que nos acerca un poco a la compresión del misterio trinitario, es decir, aparecen explícitamente nombradas las Tres Divinas Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Segundo: existe un axioma que dice “La Trinidad económica es la Trinidad inmanente, y viceversa”. Esto quiere decir que todo lo que sabemos de Dios “por dentro” es gracias a lo que Dios Hijo (Jesús) nos dio a conocer “por fuera”.

La entera vida de Jesús mostró en todo momento que Dios “por dentro” es comunidad de Personas, que viven comunicándose Amor, y que esperan por todos nosotros, pues la Santísima Trinidad es nuestra casa, de donde salimos, y adonde regresaremos.