Necio es quien habla o se comporta convencido de tener la razón, pero su fundamento es el total desconocimiento, bien de la materia en cuestión o de la realidad que le incumbe. Las consecuencias de semejante postura son nefastas, sobre todo si nos detenemos a pensar en que el destino de terceros tenga que ver con la actitud del necio.
Además, la realidad suele relativizar tantas cosas a las que damos importancia, y que al fin y al cabo acaban convirtiéndose en banalidades. ¿Qué se pretende, entonces? Poder dar con aquello por lo que honestamente vale la pena entregar inclusive la propia existencia, y una vez hallado darle continuidad con todo el ser, con todo el corazón y con todo el espíritu, hasta que nos consuma.
Nada nuevo bajo el sol
La frase pertenece al Antiguo Testamento, más específicamente al libro del Eclesiastés o “libro del Predicador”, como también se lo conoce. El sentimiento inicial que queda una vez leído los dos primeros capítulos de este texto es que todo en la vida carece de sentido. Por mucho que nos preocupemos o esforcemos, todo es vanidad: no existe novedad en esta vida. Todo se dijo, se escribió o hizo en el pasado. Nada perdura bajo el sol; todo es efímero. Todo camina hacia su consumación y respectiva desaparición. Nada, absolutamente nada escapa a esta ley.
Ahora bien, una segunda lectura del texto deja entrever la real intención del Predicador, o sea, en este mundo donde todo cuando hay parece ser “flor de un día”, existe algo más permanente, duradero, por lo que sí vale la pena echar el resto, con el propósito de hacernos con él. Hay una “novedad” introducida en la historia por la cual nuestras vidas ya no son las mismas.
Muerte a lo terreno
Llevamos un buen rato dejándonos acompañar por la Carta de san Pablo a los Colosenses; pero no ha habido tiempo de comentarla. No puedo omitirla en esta ocasión, pues ayuda sobremanera a lo que deseo trasmitirte para este Domingo 18 del Tiempo Ordinario católico. En su escrito, Pablo establece un típico paralelismo entre el hombre nuevo y el viejo, entre el hombre terrenal y el celestial, entre el que resucitó con Cristo, y quien en cambio está preso en la celda de la muerte, entre el hombre que camina por la senda de la verdad y el mentiroso.
El hombre nuevo, celestial, resucitado y lleno de vida, tiene su mirada puesta en lo duradero, no en lo superficial y banal. Esta actitud de vida quiebra además toda diferencia socioeconómica y religiosa —y política, agregaría yo— porque todo es de Cristo y todos somos uno en Él.
La Vida no está determinada por la vanagloria, el dinero o el poder, sino por la resurrección de Jesús de Nazaret, quien al hacerse Hijo de Dios, para hacernos hijos de él, y quien se convirtió en nuestro Hermano, para hacernos hermanos entre todos, encontró en Dios Padre beneplácito, y no lo dejó prisionero en el infierno que la muerte violenta e injusta abre. No hay nada nuevo bajo el sol, hasta que Cristo Jesús resucitó. Después de su resurrección, nos alzamos cada día con la esperanza de vivir una jornada mejor.
Esta noche te quitarán la vida
Otra vez toma la palabra el evangelio de san Lucas para darnos sugerencias para toda la vida. Relata el capítulo 12 que una persona se acerca a Jesús pidiéndole interceda en un pleito de repartición de bienes que tiene con un hermano suyo. Jesucristo se niega a jugar el papel de juez, dándole una enseñanza —“que tú tengas abundancia de bienes materiales, no significa que tu vida esté resuelta”, me atrevo a sintetizar la lección— mediante una parábola: a un hombre rico le fue tan bien en su cosecha que decidió construir nuevos y más grandes silos para almacenar el grano; después, orondo se echó a descansar y disfrutar desenfrenadamente su riqueza, confiado de haber resuelto su existencia. Jesús termina el cuento con una frase fortísima: “Necio, esta noche te exigirán la vida. ¿Qué bien material te servirá para que no suceda?”. Y, como lo dirá el Eclesiastés, la fortuna acumulada la disfrutará otro.
La codicia, huésped vanidosa que toca incansablemente a las puertas de nuestros corazones, hizo morada en el del hombre de la historia. Y para poder vivir allí, el hombre debió desalojar a Dios.
El tesoro que es Dios
La riqueza en la Biblia es una señal inequívoca de la presencia de Dios que bendice al hombre también con la abundancia de bienes materiales, quien, a pesar de gozar de los bienes fruto de su esfuerzo, no se olvida de su Creador ni se cierra a las demás personas. Esto es una cosa.
Otra cuestión bien distinta es el bien mal habido. Y otra aún peor es la muerte como consecuencia de la rapiña, por haber usurpado el bien ajeno. La víctima padece enormemente en su cuerpo la injusta carencia provocada por el necio. Haber sustraído los bienes de todos, y disfrutarlos inconscientemente a título personal, nos está matando de mengua, bajo todo aspecto.
Jugar con las necesidades de la inmensa mayoría provoca una hemorragia que no cicatriza. Es inconcebible que un ser humano mienta y robe, propiciando toda clase de sufrimientos a sus semejantes, y después se gaste el dinero que no le pertenece en futilidades. Vanidad de vanidades. Nada nuevo bajo el sol de esta Venezuela.
A esta actitud carente de misericordia, por delincuencial, se le contrapone otra, la del tesoro que es Dios. Es el “solo Dios basta” de Teresa, el oro del Rey Mago y la moneda que la viuda deposita en el óbolo. Es la actitud de aquel que solvente económicamente, no se cierra a las necesidades de sus semejantes, y gustosamente les da una mano con la intención de que superen el escollo. Es la cultura que la educación ha de trasmitir, o sea, no más “pónganme doy hay”, sino “todo cuanto poseo es fruto de mi trabajo honesto”.