I.

Llegamos al momento crucial, para el que nos hemos preparado estas últimas cuatro semanas, recorriendo con el Adviento el camino que conduce a Aquel que es el centro de nuestras vidas, y de la historia de la entera humanidad: Jesús está por nacer una vez más en Belén de Judá.

De ese pueblo, el profeta Miqueas dirá que el Señor Dios sacará al que gobernará al pueblo; su “programa” de gobierno está determinado por la paz: de procedencia humilde y pequeña, este gobernante une al rebaño, lo conduce con la seguridad que da la presencia divina, y le procura el bienestar que precisa.

Quiero compartir algunas reflexiones con sabor a cierre de año, apoyado en la liturgia que la Iglesia católica ofrece cada domingo, con la intención de prepararnos para el nacimiento del Dios Niño, y para que nos preparemos a los nuevos derroteros que se abren ante nuestros ojos.

 

II.

Es paradójico pronunciar palabras esperanzadoras cuando todo lo que nos rodea las desdicen, riéndose copiosamente de mi por ser un “come flores”. Esta dificultad social, que comporta asimismo una desazón espiritual inconmensurable, la probaron la mayoría de los profetas del Señor al tener que despertar la esperanza con su mensaje, en medio de escenarios de sufrimiento, de esclavitud, deportación y destierro. No obstante, así lo hicieron: conscientes de que el mensaje no les pertenecía, los profetas proyectaron escenarios radicalmente distintos a los que padecía el pueblo de Israel.

Allí donde todo parece estar perdido, el Señor Dios responde a tanto sufrimiento, fruto de la corrupción y del inhumano poder, con su Hijo Jesús, hermano mayor nuestro. Jesús viene para todos, sin más distingo que hacer justicia a aquellos que padecen los desmanes de los gobernantes. Estos pobres son sus privilegiados. La misión de Jesús está determinada por la unión y la reconciliación de todo el género humano, guiará al pueblo con mano firme, es decir ejerciendo su gobierno desde lo pequeño y lo excluido, como fiel servidor; este ejercicio novedoso del poder para servir trae consigo la estabilidad social, la paz. Qué difícil es creer esto, pero, porque el mensaje no me pertenece, debo reproducirlo a un país urgido de oírlo, y más urgido aún de verlo hecho realidad.

 

III.

En la Biblia son reiteradas las ocasiones en que el Señor Dios compromete su palabra, y a los hombres les resulta difícil acogerla, precisamente porque no hay señal alguna en el horizonte de que las cosas toman la dirección divina indicada. Al contrario: todo niega a Dios, y aniquila a sus pobres.

Igualmente, en la Sagrada Escritura aparecen distintas reacciones a las promesas de Dios. Me limito a presentar las de María e Isabel, protagonistas del evangelio del Cuarto Domingo de Adviento. Su rol protagónico les viene de que ambas darán a luz un hijo —Jesús y Juan, respectivamente— en una realidad cuyas condiciones eran totalmente adversas: Isabel no puede tener hijos, porque está entrada en edad de igual modo que su esposo, Zacarías. María no puede tener hijos, pues aún no está casada ni haciendo vida de pareja con su prometido, José. Isabel no puede concebir porque es estéril. María no puede concebir porque es virgen. Isabel y María quedarán embarazas por el concurso divino. Sin embargo, el “milagro” realizado no disipa todas las dudas.

María ya con Jesús creciendo dentro de sí, visitará por un buen tiempo a su prima, Isabel. El gesto es por demás conocido entre nosotros los venezolanos: durante el embarazo de una de la casa, los familiares se movilizan e instalan para prestar apoyo. María va a ayudar a Isabel en su embarazo; pero también va con un objetivo concreto: confirmar con otra “llena de gracia” que todo cuanto Dios ha prometido será verdad.

El diálogo es una eclosión de alegría y felicidad por el modo cómo Dios se portó con ellas. Lo que las dos mujeres hablaron llega hasta nuestros días en forma de oración: el “Avemaría” y el “Magnificat”; oraciones de pueblerinas que se saben al dedillo el Antiguo Testamento y lo recitan para explicitar lo que sienten dentro.

Una vez más, vivimos un proceso electoral que pasó por debajo de la mesa en términos de que no generó esperanza alguna para la mayoría de la población venezolana. Estamos a las puertas del nacimiento de Jesús. Su encarnación enciende la esperanza, porque Él vendrá a gobernarnos desde el poder que supone el servicio. Una leve sonrisa se dibuja en nuestros probados rostros, porque nació el que nos gobernará; trae un programa de unión y paz. Hay que creer, a ejemplo de María e Isabel.