I.

Estas líneas las escribo en el marco de mi retiro espiritual anual, que estoy haciendo en san Javier del Valle Grande, en Mérida – estado Mérida. En este ambiente, participé en una eucaristía celebrada por un sacerdote que cumplió 85 años de edad, y decidió dar gracias a Dios presidiendo la misa. En una homilía sentida y hermosa, se refirió a Venezuela como su “prometida”, a la que debía serle fiel hasta que nuestro Señor se decida a llamarlo, para continuar lo que le queda por vivir, pero ahora en su Compañía Eterna.

Abro así el artículo de esta semana, porque este cura que llegó al país hace 52 años, me conmovió de tal manera con sus palabras, que colocaron un velo húmedo en mis ojos mientras hacía mío el resumen de su experiencia de vida —con el debido respeto, obviamente— y me atrevo a hacerme eco de su sermón: Venezuela es mi prometida, a la que debo voto de fidelidad.

 

II.

El domingo próximo el libro del Deuteronomio nos hará entender la importancia de las normas y acuerdos en el seno de un grupo humano, o de cualquier comunidad. Que existan leyes o principios rectores nos ayudan a vivir unas relaciones sociales positivas, desde el momento que confieren orden al grupo, e inclusive al mismo individuo. Está claro que decretos y directrices son perfectibles; cosa que no está presente sin embargo en la lectura, que manda explícitamente al pueblo de Israel no modificarlos, si desean alcanzar la sabiduría y la inteligencia.

La razón para que Moisés exija en nombre de Dios que no se alteren los mandatos divinos radica precisamente en la presencia constante, benévola y justa de Aquel que es, en último término, el artífice y garante de los diez mandamientos. Estos preceptos divinos están al servicio de las personas. Son para su bienestar.

Cuando nos movemos al evangelio de Marcos, que acompaña a la primera lectura, nos hallamos en otro escenario. Dirigentes religiosos del tiempo de Jesucristo, le recriminan que sus seguidores ingieran alimentos sin antes haberse lavado las manos, quebrantando así una de las tantas leyes de entonces; Jesús los criticará, y hablará a todos los presentes, aclarándoles que “no es lo que entra, lo que hace impura a una persona, sino lo que sale de su corazón”. Acto seguido, hace una lista de las maldades que cometen los seres humanos, y que sí los convierten en personas impuras.

En este escenario, estamos en presencia de una auténtica aberración, desde el momento en que las normas, en lugar de estar al servicio del hombre, son un instrumento de dominación y separación. Es la ley al servicio de los intereses de unos pocos, y en Venezuela sabemos exactamente a qué me estoy refiriendo: tropelías cometidas en nombre de la ley, o amparándose en ella. “Adalides de la norma”, que acaban con sus semejantes, sin el menor viso de misericordia.

 

III.

Decía santo Tomás de Aquino que “la mayor ofensa que un hombre puede cometer contra el Señor es atentar contra sí mismo y contra los demás”. Mucho de esto capea por nuestra realidad nacional.

Jesús sin embargo inauguró algo completamente nuevo, y sus seguidores lo comprendieron a la perfección, de modo que se sintieron libres de ciertos preceptos “almidonados”, precisamente porque eran leyes que miraban a separarlos del resto, los execraban.

Por su parte, Jesús quiere introducirnos en esa dinámica que viven ya los discípulos: no desde “proceso” alguno, sino desde los relegados de todos los tiempos. Debemos aspirar a esta dinámica, a partir de nuestra “prometida” Venezuela, hoy día maltratada hasta el extremo, pero hondamente querida por todos aquellos que le juramos fidelidad.