I.

La liturgia católica suele aplicar un sencillo método para que los oyentes de la Palabra divina podamos asimilarla con más facilidad, es decir, sugerir a través de las dos primeras lecturas el mensaje que oiremos en el evangelio. Si prestamos especial atención, nos daremos cuenta cómo el domingo próximo viviremos esta experiencia: la primera lectura sirve de “entremés” del “plato principal”, que es el evangelio.

 

II.

En el relato del libro de los Números se cuenta que Moisés se hizo acompañar por setenta ancianos, es decir, representantes del pueblo, en uno de los tantos encuentros con el Señor Yahvé. En dicha reunión, donde realmente estaban sesenta y ocho sabios, pues dos no asistieron a la cita, Moisés confirió a todos el Espíritu de Yahvé, por lo que éstos empezaron a profetizar, o sea, ejercieron el mismo ministerio que Dios le encomendó a Moisés. En el ínterin, los dos ancianos que no estaban en el grupo, recibieron asimismo el Espíritu y se pusieron a profetizar. Josué, futuro conductor del pueblo en lugar de Moisés, se dirige a este último diciéndole que los dos faltantes, no obstante no haber ido a la cita, recibieron el mismo don. La lectura se cierra con la precisión de Moisés al joven Josué: ¡ojalá que todo el pueblo pudiera profetizar!

Por su parte, el evangelio de Marcos posee una forma similar: Juan se acerca al Señor Jesús y le dice que ha visto a unas personas que no pertenecen al grupo de los seguidores, es decir “ellos”, que expulsan demonios en nombre de Jesús. El Señor responde diciendo que no les prohíban a “los otros” hacer el bien: no es posible que haciendo el bien en el nombre de Jesús de Nazaret, luego terminen hablando mal del mismo Señor Jesús.

Después, el evangelio cambia de temas que dejo para otra ocasión, pues pertenecen a la enseñanza divina dirigida a todos los discípulos de Jesucristo, que bien merecen un tratamiento más pormenorizado.

 

III.

La Escritura es contundente. Lo de Dios no es dividir, sino sumar. El Señor se da, y confiere sus bienes, a todos por igual. Dios no tiene medidas a la hora de donarse, o de invitar a colaborar en su misión. Todos contamos, todos servimos. Y estoy seguro de que en el cielo no existen carnets, por lo que leo en la Biblia.

Porque lo anterior es cierto, la tarea a la que Dios nos llama no sabe de “los nuestros” y de “los otros”, sino que tiene que ver hacia dónde apuntan nuestros esfuerzos. Para este caso concreto, no son nuestras preferencias las que cuentan, sino los objetivos a alcanzar los que acomunan nuestra mirada, nos hacen más capaces, aptos, más fuertes y unidos.

Desde hace ya un buen tiempo existen en Venezuela fuerzas centrífugas, o sea, intenciones de alejarnos, separarnos, que entremos en relaciones antagónicas por diversos medios —a ejemplo de Josué y Juan—, creando incluso diferencias ficticias o mecanismos dañinos que exacerban divisiones antes inexistentes (para muestra un botón: si llega a concretarse el sistema de llenado de combustible, los interesados en servirnos de éste no seremos “iguales”, no seremos “nosotros”, sino “nosotros y los “otros”).

Por el contrario, Moisés y Jesús nos invitan a favorecer fuerzas centrípetas: esas dinámicas que no se centran en separar, sino en unir. Ello es realmente posible, si entendemos que hay un bien común que permite unirnos alrededor suyo, como un solo cuerpo, y nos habilitará para alcanzar lo que determinemos sean nuestros objetivos.

Alguien me dijo que rescató su relación con su pareja, no dándole vueltas a sus errores, sino centrándose en el amor que se tenían. Quizá por este camino, las lágrimas venideras sean fruto de la felicidad abrazada. Dios lo permita.