I.

El domingo próximo damos inicio a un nuevo Ciclo litúrgico dentro del seno de la Iglesia Católica. Asimismo, damos comienzo al Adviento, o tiempo especial de preparación para la venida del Niño Jesús: a partir de este momento las lecturas diarias insisten en una espera activa de este grandioso acontecimiento, es decir, que el Señor regresa una vez más en su condición de Niño que reconciliará al hombre con toda la creación, y a las personas entre sí.

Diciembre ha sido desde siempre un mes particular: las luces hablan de uno de los dones que llegan con el Príncipe de la Paz, y los regalos —pocos o muchos, costosos o menos— son el símbolo de una vida compartida con aquellos que nos rodean, que forman parte del propio microcosmos. Diciembre es igualmente el mes donde sobresalen las grandes contradicciones propias de las sociedades y países: es la pretensión de algunos de llevar esta experiencia espiritual por la vía del consumo desenfrenado, de la juerga inconsciente y del exceso que no nutre a la persona, pues es superficial y banal.

 

II.

Quiero centrar mi reflexión alrededor del evangelio de san Lucas, en su capítulo veintidós. El pasaje está redactado en un género apocalíptico, que ya expliqué precisamente la semana pasada: es un recurso literario, que exagera el mensaje que desea comunicar para, entre otras cosas, relativizar el momento presente, colocando a la persona en un contexto por venir. Acá se habla de la ira de la naturaleza desencadenada, que se abalanza sobre el mundo, provocando un caos. Pero el lector no puede quedarse inmóvil en la descripción apocalíptica, sino en el mensaje que viene a continuación, es decir, el Señor viene con poder y gloria; y viene para liberarnos de todos los males que padecemos hasta el día de hoy.

Como nadie sabe a ciencia cierta cuándo ocurrirá este Armagedón, el mismo Señor nos recuerda que hay que estar vigilantes, o lo que es igual, mantenernos coherentes con nuestros principios y fe en Él, siempre. No debemos desfallecer, no obstante, el momento presente nos oprima de tal modo que la reacción más natural que manoseamos es “tirar la toalla”.

 

III.

El poder y la gloria con que vuelve un año más nuestro Señor, son los propios de todo niño: los recién nacidos tienen la gracia de sacar de nosotros mismos lo mejor y lo más tierno que llevamos dentro, y nos constituye en definitiva como personas. El poder del niño estriba precisamente en que nos coloca a su nivel, y no al revés. Una vez que orbitamos alrededor suyo, estamos inevitablemente en sus manos, llegando incluso a hacer el ridículo, con tal de llamar su atención. La gloria divina está directamente relacionada con la Vida: aquello de lo que Dios podría sentirse “orgulloso” tiene que ver con nuestro crecimiento, con nuestra madurez, con nuestra mejora en todos los ámbitos de nuestra vida. “La gloria de Dios es que el hombre viva”, decía un cristiano siglos atrás.

El mes que está por empezar este fin de semana tiene visos “amenazantes” para algunos: se lo ve venir, y se lo intuye doloroso. Un país a ras de suelo, la incapacidad de hacernos con los mínimos básicos, la familia separada por miles de kilómetros, etc. A primera vista, no hay motivos para celebrar, pero tampoco hay posibilidades materiales para hacerlo para la inmensa mayoría de nosotros.

No obstante lo dicho anteriormente, diciembre es tiempo de luz y alegría: la luz que es Cristo, que me acompaña en los días más brillantes, y en las noches más oscuras. La alegría que trae Cristo, que me permite valorar lo que realmente cuenta en esta vida, y que hincha las velas de la embarcación de mi vida, y me lleva a acariciar el día de mi liberación, ya próximo con su venida.

Jesús nació en la más inconcebible pobreza; pero no nació ni solo ni carente de amor. Su nacimiento representa para mí la esperanza de que este estado inhumano tiene los días contados en su presencia, Príncipe de la paz.