I.

Estamos en el XIII Domingo del Tiempo Ordinario, o lo que es igual, el tiempo de la Iglesia que camina en compañía del Espíritu Santo, cual precioso regalo que Jesús nos hizo una vez que subió a los cielos, y nos tocó a nosotros asumir el compromiso de colaborar con Él en la proclamación del reinado de Dios. Esta proclamación tiene que ver con el amor incondicional que nuestro Dios profesa, al tiempo que se compromete, en favor de la vida de todos los seres humanos.

 

II.

La primera lectura pertenece al libro de la Sabiduría, que recoge las máximas propias del aprendizaje y el conocimiento frutos de la relación con Dios, que nutre lo que cuaja en lo que solemos llamar precisamente “sabiduría”, y que tiene que ver con el sentido común de todos los pueblos, de todas las culturas. El mensaje es cristalino: Dios no hizo la muerte. El Señor no se alegra con la destrucción del hombre. En el ser humano no hay el menor atisbo de maldad, así como tampoco la muerte reina en la tierra. Muy al contrario, el hombre fue creado saludable, a imagen de Dios. Y, sin embargo, el mal existe y la Biblia lo personifica en el diablo. Por él entró la muerte en el mundo, y en la vida de aquellos que se dedican a hacer el mal.

La segunda lectura es una carta de Pablo —la segunda— a los Corintios. Así como la comunidad cristiana se distingue de otras por su confianza en el Señor, en la predicación, la sabiduría, celo apostólico y amor a los discípulos, Pablo les anima a que se destaquen en la generosidad, a ejemplo de Cristo, de modo que contribuyan a restablecer incluso las carencias materiales presentes, que acucian a los hermanos.

Marcos por su parte nos comparte dos milagros operados por el Señor Jesús: el primero se da cuando Jesucristo, atendiendo la angustia de un padre, se dispone a curar a su hija. Mientras se dirige a la casa de este alto funcionario religioso, una hemorroisa, movida por su fe, roza sus vestidos convencida que esta tenue aproximación a la ropa del Salvador le pondrá fin a su enfermedad, que nadie ha logrado detener sino que, muy al contrario, la han desangrado aún más que el mal que sufre. Jesús percibe que ese “toque” es distinto de los empellones que recibe del tumulto que se agolpó a su alrededor. La mujer finalmente confiesa haber sido ella, y el Señor la confirma en su gesto. Acto seguido, retoma el camino a casa de Jairo —así se llama el papá acongojado–, pero se hace acompañar solo de Pedro, Santiago y Juan, es decir, algo importante va a ocurrir en la vida de Jesús siempre que en el relato evangélico se juntan estos tres íntimos del Señor. Al llegar a la vivienda, se hallan con la lamentable noticia del fallecimiento de la adolescente. Jesús, apacible, hace salir a todos, salvo a los padres y a su compañía. En un gesto emotivo, preñado de esperanza, toma a la niña, le pide que se levante y la resucita. Marcos, para hacernos entender que está realmente viva, pone en boca de Jesús la petición que le den de comer a la jovencita.

 

III.

El mal, el pecado, la muerte existen y actúan en nuestra historia. Los padecemos sobremanera; pero no provienen de Dios. El Señor Dios ama lo bueno, apuesta y trabaja por el bienestar de sus hijos, del mismo modo que Pablo llama a la generosidad y Jesús le pone coto a la enfermedad, el dolor y la muerte. En eso consiste una vida “saludable”, concebida a partir de nuestra participación en la imagen divina: debemos comportarnos con los demás de la misma manera que Dios Padre lo hace con nosotros. Dar vida, respetar la vida, cuidar la vida y promoverla. Pareciera que hay personas que en este mundo han escogido “el lado oscuro de la fuerza”, dando la impresión de que se regodean con el mal esparcido, con la indiferencia ante el sufrimiento causado, con la irresponsabilidad de sus acciones.

En no pocas ocasiones se concluye epidérmicamente que Dios nos abandonó, pues permite la maldad y su expansión. Sin embargo, Pablo llama a “nivelar” el estado de las cosas, como expresión de la intervención divina que, en la encarnación de Jesucristo, nos proveyó de la riqueza que merecemos. Para que esto fuera así, Jesús acepta su pobreza y desde ella nos llama a la solidaridad con nuestros hermanos necesitados, como vía distintiva de la condición cristiana.

Una vez más, notamos que Jesús está en el lago; ha pasado de una orilla a otra. El agua, el mar en la Biblia es un símbolo polivalente, es decir con distintos significados. Uno de éstos es que representa el mal, la muerte. El poder descontrolado del agua arrastra consigo la muerte; pues bien, Jesús “atraviesa” el mal y el sufrimiento, llevando la salvación a la población que hace vida cercana al agua. Su poder sanador ha entusiasmado a las masas, que lo siguen entusiastas porque han comprendido que el Dios que ama la Vida se dignó visitarlos en la persona de Jesucristo. Es un pueblo creyente, representado en la mujer enferma y en el padre preocupado por su hija: son dos personas con fe, que no dudan en postrarse en actitud adoradora frente a Jesús, que quieren les sea devuelta la salud, la vida. Quieren en definitiva una razón para continuar creyendo. También hay gente que piensa que la muerte es la última palabra en la vida que le ha tocado vivir.

 

IV.

En este contexto, emerge la figura de Jesús, centro gravitacional de todo el relato. A través de Él, la vida se abre paso, devolviendo lo perdido, restaurando el equilibrio divino original: nada lo detiene para operar el bien. Esto es así que incluso resucita la niña de un hombre que lo adversa. Aprendamos de Él, ejemplo de generosidad ilimitada, a prueba de todo. ¡Levántate, y camina!