Las grandes religiones se mueven a partir de unas pautas o modo de entender la realidad que
regulan sus relaciones con la divinidad. Una de estas pautas es la mediación. El judaísmo y el
cristianismo se suman a la idea de la mediación en la relación con Yahvé Dios: al no poder relacionarnos
directamente con Dios, necesitamos de un mediador, y alrededor de la “figura” del mediador orbitan
otras realidades (objetos, fechas, lugares, personas, etc.).
Para Israel, es fundamental mantener en el mayor estado de pureza todo cuanto concierne a la
mediación; de lo contrario, los bienes que se ofrezcan a Yahvé para agradecer o pedir, no llegarán a
buen puerto por estar “contaminados”. Es por ello que Israel fue una sociedad de exclusiones. La
separación social era de orden moral. Es decir, se distinguían los “puros” de los “impuros”. Si ambos se
unen, las ofrendas y oraciones no serán bien recibidas, creían ellos entonces.
Si nos fijamos en el cristianismo, existe un solo Mediador: Jesús de Nazaret. Hoy día, estamos los
sacerdotes por lo que respecta a la presidencia de los sacramentos, pero no en condición de
mediadores, sino como colaboradores del Único Mediador, que es Jesucristo. Con el pasar de los años, a
la persona de Jesús hemos ido adosándole cosas, lugares, fechas y festividades, a ejemplo de los
mediadores judíos. Esto no ha sido bueno para la Iglesia católica, pero es un tema a desarrollar en otro
momento.
Al copiar muchas actitudes propias del sacerdocio del Antiguo Testamento, los católicos hemos
caído en la misma dinámica de exclusión moral, separando la realidad entre quienes pertenecen al
bando de los puros y de quienes militan entre los impuros. Esta perspectiva es definitivamente opuesta
a las enseñanzas de Jesús, quien no separaba, sino que unía en todo instante. Y al relacionarse con lo
impuro, Jesús no queda igualmente impuro, sino que lo supera mediante su bondad, su amor
incondicional, su corazón misericordioso. Para Jesús no hay nada impuro, pues todo proviene de Dios.
En los umbrales del templo
La explicación anterior pretende contextualizar el famoso episodio evangélico de la expulsión de
los mercaderes del templo por parte de Jesús. El Señor es incapaz de controlarse al darse cuenta que los
hombres han hecho de Dios una mercancía, y de su casa un mercado.
Para los hebreos, las monedas —por estar acuñada en ellas la efigie de César, en una de sus
caras— no podían entrar en el templo, pues lo contaminarían. Para evitar esta situación, Israel permite
la instalación de tarantines o casas de cambio, donde se compraban fichas lisas que sí podían ingresar en
las instalaciones sagradas. Igual suerte corrieron las ofrendas, especialmente los animales. Al templo lo
precedían los establos. Y, como he repetido en otras ocasiones, la necesidad de agradecer o pedir auxilio
se convierte en negocio.
Jesús se opone a hacer de la relación con Dios un negocio, y del templo un centro comercial. El
Señor nos recuerda con este gesto destemplado que el amor y el perdón son gratuitos. En la relación
con Dios no mandan las leyes del mercado, porque esta relación no es tasable. “El cariño verdadero ni se
compra ni se vende”, decía una canción.