I.

Días aciagos nos esperan como país. Contemplo la desmejora que vive mi gente en todos los aspectos de su cotidiano, donde se atenta contra la paz e inclusive la vida misma, si consideramos lo peligroso que puede llegar a ser hoy día enfermarse en Venezuela, por ejemplo.

Y no obstante todo, es diciembre. Mes de luces, para que las velas del barquito de la esperanza “engorden” nuevamente, repletas de vientos de días mejores, por venir. Diciembre es el mes de la gratuidad y la generosidad, del encuentro de los seres que importan en nuestras vidas, generalmente alrededor de la mesa, del compartir. Es un mes para descansar, y reponer fuerzas para el año venidero. En diciembre llega el Niño Dios, que es el motivo por el que en definitiva sea un mes del todo particular.

Continuamos nuestro recorrido litúrgico pautado por las lecturas “típicas” del Adviento, que resaltan la alegría como sentimiento dominante de esta época, y cómo debe entenderse correctamente ésta, para evitar emocionalismos estériles.

 

II.

El pueblo de Dios salta jubiloso pues el Señor está en medio suyo; Israel vive con entusiasmo y alegría la presencia de su Dios, que lo ha liberado de todo mal. La fiesta se enciende una vez más. Y el gozo que las personas prueban tiene su origen en el amor divino. Hay entonces un claro llamado a estar alegres. Este es el mensaje del profeta Sofonías.

Por su parte, este Domingo Tercero de Adviento veremos una vez más la figura de Juan Bautista. Este profeta no se anda con rodeos; su mensaje es directo y certero. Tiene que ver con cada persona que se le acerca: su misión es preparar al pueblo para la llegada del Salvador. Juan llama a compartir, no obstante las necesidades; invita a la honestidad, sin dejarse llevar por lo que es usual en ambientes degenerados o corrompidos; interpela sobre el modo correcto de utilizar los cargos públicos que se ostentan.

Un pueblo que alaba a Dios con sus labios, debe demostrarlo a diario en el tejido social. La alegría —el bienestar social, es su sinónimo— debe encontrar asideros concretos para poder ser experimentada en su plenitud, por todos los habitantes de la sociedad. Para que esta emoción se traduzca en realidad es menester convertirse, es decir, volver a lo que Dios tenía preparado desde el comienzo para sus hijos, un Reino marcado por la justicia y el respeto, por el amor recíproco y el esfuerzo puesto en crecer a la estatura que él nos ofrece.

Todavía más. Alrededor de la figura de Juan Bautista se crean unas expectativas que inmediatamente el profeta se encarga de desdecir: muchos de sus contemporáneos pensaron que era el Mesías, o sea, el enviado por Dios para restaurar la grandeza de Israel, dividido en dos reinos, y para depurar el templo del Señor y todo cuanto tenía que ver con su estructura. Juan no es el Mesías; él es su precursor. El Bautista anuncia su llegada, prepara su camino.

 

III.

La alegría se repite cada año, ante la inminente cercanía del Niño Dios. Es uno de los tantos dones que el Niño Jesús trae consigo. Es un mensaje difícil de aceptar, cuando toda la realidad pareciera contradecirlo. Pero precisamente porque es un mensaje que proviene de Dios, es que tengo repetirlo por este medio: alegrémonos, porque Él está cerca. Está al lado nuestro, próximo a nacer una vez más en nuestras vidas. Él viene para darnos paz, con la que cuidaremos nuestros corazones y pensamientos, y nos servirá de motivación y faro para lo que aún nos queda por experimentar de este drama. Sintámonos alegres de hacer el bien, de hacerlo bien.