—Jer 3,14-17; Salmo 31; Mt 13,18-23—
Luis Ovando Hernández, SJ
27 de julio de 2018

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No tengo tiempo y espacio suficientes para compartir con ustedes todas las lecturas; me conformo con poner sobre la mesa de la Palabra el mensaje del Evangelio de Mateo. Los cinco versículos que acabamos de oír pertenecen a un pasaje más extenso, conocido como la «parábola del sembrador». El relato aparece igualmente en el capítulo cuatro de Marcos, y en el capítulo ocho del Evangelio de Lucas.

En todas estas versiones, Jesús explica a sus discípulos el significado de la parábola. Hoy hemos escuchado lo que aparece en Mateo: Jesús es el sembrador. La Palabra de Dios es la semilla que arroja, a ser sembrada. Y nosotros somos la tierra donde cae la semilla. Hay cuatro tipos de terreno, es decir, cuatro maneras de ser personas, de acuerdo a cómo se recibe dicha semilla. Una semilla cae al borde del camino, otra en un pedregal, otra entre espinas y la última en tierra buena.

El primer tipo de persona no entiende lo que oye; por eso, se le arrebata el mensaje con facilidad. El segundo tipo de persona se alegra del mensaje, pero igualmente lo pierde debido a su inconstancia. El tercer tipo de persona escucha el mensaje, sin embargo está más interesado en su propio ombligo y en lo material. Finalmente, el cuarto tipo de persona oye, entiende y hace fructificar la Palabra oída.

¿Podemos pensar que existan cuatro tipos de ser Loyola-Gumilla? Hagamos el ejercicio a ver qué resulta.

Un primer Loyola-Gumilla ha sido aquel que en estos años de estudio ha demostrado no poseer una voluntad propia. Fue un joven que siempre dio más peso a lo que los demás opinaban, en lugar de privilegiar sus convicciones, pensamientos y sentimientos. Recibió una buena formación, pero le hizo caso a los malos consejeros, y comprometió su corazón.

Un segundo Loyola-Gumilla ha sido quien honestamente se alegró con lo que se le dio, en todos los niveles y aspectos. No obstante, siempre hizo hasta lo imposible por mantenerse en la superficie; nunca le interesó saber qué llevaba dentro realmente. Es por ello, que sucumbió ante el primer obstáculo que se le presentó. No sabe de retos. Solo quiere pasar por esta vida sin complicaciones, como lo hizo con su paso por el Colegio; sin sobresaltos. Sin compromisos.

Un tercer Loyola-Gumilla fue un tipo bien curioso. Él vive —según palabras de Eduardo Galeano— «en un mundo donde el funeral importa más que el muerto, la boda más que el amor y el físico más que el intelecto». Esta modalidad de Loyola-Gumilla vive «en la cultura del envase, y desprecia el contenido». Se estudia para «ser alguien», para tener y consumir; sabe poco de células, pero mucho sobre celulares.

Por último, el cuarto Loyola-Gumilla fue aquel que dejó que el Colegio pasara por su vida, y no se contentó con pasar él por el Colegio: «ese dará fruto», dice el Evangelio. Es el amigo de todos, que cultivó su intelecto y su espíritu, pensando que el futuro inmediato pedirá profesionales competentes, con valores, como toda persona de fe.

Resulta obvio que, mi intención no es etiquetar a nadie. En primer lugar, porque ello es imposible: las personas somos seres desfondados, ilimitadamente sorprendentes. Lo que espero más bien es, en segundo lugar, un balance espiritual de estos años en el Colegio, en un día de suma importancia para todos, a la luz de la Palabra de Dios, al tiempo que los invito con modestia y respeto a que den frutos allá afuera. Somos tierra buena, y podemos ser mejores. Habrá que ver inmediatamente cómo se es mejor.

 

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Para nadie es un secreto que vivimos momentos catastróficos, sin visos de mejoras en las inmediatas. El FMI calcula que el país puede cerrar con un millón por ciento de inflación este año. Hasta este miércoles pasado, eran necesarios siete salarios mínimos diarios, para poder comer. Y pare usted de contar; los ejemplos pueden extenderse, pero tampoco busco eso hoy.

Lo que realmente quiero es que concienticemos que, cuando el sembrador arroja la semilla a la tierra, no lo hace con la intención de que continúe siendo semilla toda su vida, sino que la lanza porque es capaz de ver el árbol en esa semilla. Por eso siembra con fe: él tiene fe de que la semilla llegará a ser un árbol frondoso. Cada vez que el sembrador cumple su trabajo, hace de este mundo, un mundo mejor. Lo ha cambiado para siempre, así como la semilla cambia y se convierte en árbol. Habrá que ver inmediatamente cómo hacer de este mundo, un mundo mejor.

Este bello y maltratado país requiere cambios, que pongan fin al revanchismo político y a la improvisación económica. Éstos serán posibles si y solo si hay sujetos de cambio, o sea, ustedes que igualmente asumen el reto de hacer de esta tierra, tierra buena que da frutos. Cada vez, son necesarias más y más personas que guíen con «acierto y saber», como dijo la primera lectura, del profeta Jeremías, las riendas de nuestra patria.

 

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San Ignacio de Loyola —su apellido lo llevan puesto en sus camisas, del lado izquierdo, cercano a sus corazones— estudió en París; allí se encontró con quien se convertiría en su amigo entrañable, Francisco de Javier. Javier lo poseía todo: físicamente apuesto, de familia adinerada, excelente deportista y estudiante brillante. Era un hombre nacido para triunfar.

A Ignacio, sin embargo, se le metió en su testaruda cabeza que Francisco sería un digno servidor de Jesucristo, Nuestro Señor. Sucedió pues que cada vez que se encontraba con Francisco, le repetía la misma frase del evangelio: «¿De qué te sirve ganar el mundo, si pierdes tu alma?». Como bien pueden comprender, un buen día, ya fastidiado y molesto Francisco decidió quitarse de encima ese «chichón». Le preguntó a Ignacio qué quería, y esté le respondió: «Que hagas los Ejercicios Espirituales».

Permita Dios, algún día, puedan ustedes también hacer esta experiencia de los Ejercicios Espirituales. Ojalá puedan ustedes, más adelante, vivir la misma experiencia vivida por Loyola, para que entonces ese apellido pase de sus chemises, al fondo de sus corazones y se quede ahí como su morada fija.

 

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Dije anteriormente que podemos ser mejores, y que podemos inclusive cambiar esta realidad, haciéndola mejor. ¿Cómo podemos nosotros cambiar el mundo?

Hay un video rodando por la web, de un militar norteamericano que habla a sus graduandos de SEALs,[1] sobre «cómo cambiar el mundo». Él dice las siguientes palabras: «Si quieres cambiar el mundo, empieza tendiendo tu cama. Si tiendes tu cama cada mañana, habrás cumplido la primera tarea del día. Eso te dará una sorpresiva sensación de orgullo, que te animará a hacer una nueva tarea, y otra, y otra. Y, al final del día, esa primera tarea cumplida se habrá convertido en muchas tareas cumplidas. Tender tu camba además reforzará el hecho de que las pequeñas cosas de esta vida importan. Si no puedes hacer bien las cosas pequeñas, nunca podrás ser capaz de hacer bien las cosas grandes. Y si por casualidad, tuviste un día miserable, llegarás a tu casa y tendrás tu cama tendida; que tú tendiste: una cama tendida te da el ánimo para esperar que el día de mañana sea mejor».

Quien de ustedes aspire a hacer cosas grandes con sus vidas, aprenda esta simpática lección: hay que empezar por las cosas pequeñas, sencillas, anónimas… pero muy, muy importantes. Si eres constante en lo ínfimo, seguramente serás exitoso en lo magnífico. Así sea.

[1] Acrónimo de Mar, Aire y Tierra, por sus siglas en inglés.