Puerto Ordaz, 24 de mayo de 2020

 

 

«SUBIÓ A LOS CIELOS»

Homilía en la misa de la Ascensión del Señor

 

Introducción

Todo cuanto oiremos hoy en las lecturas de la Eucaristía se enmarca en la celebración de la Ascensión del Señor. En un breve recuento, la lectura de los Hechos de los Apóstoles indica cómo los discípulos se encuentran con Jesús, quien está en plan de despedida; en consecuencia, “adoctrina” a sus seguidores hasta que empieza a subir al cielo para ser cubierto por una nube. Los discípulos están anonadados. Se queden fijos mirando al cielo hasta que repentinamente aparecen dos hombres vestidos de blanco, que, increpándolos, les dicen: “¿Qué hacen ahí, mirando al cielo? Aquel que vieron partir, volverá con gloria”.

Por otra parte, el pasaje de la Carta a los Efesios es una larga introducción que hace mención a los dones del Espíritu Santo, especialmente los de sabiduría y revelación para conocer a Dios, su riqueza y profundidad manifestadas a través de Jesucristo. A este Jesús se le concede la gloria, de la que participa junto con Dios Padre: es el “kabot” divino del que hace vida Jesús.

Finalmente, nos hallamos con el capítulo 28 del evangelio de Mateo, que representa el cierre de este libro. Jesús se encuentra con los Once —semanas atrás leímos en los Hechos de los Apóstoles que los Once se mantenía como número, pero que era menester completarlo; fue así que se eligió a Matías, para ocupar el lugar que dejara Judas Iscariote—. Hoy estamos todavía en los previos; ello no obsta a los discípulos para que el Señor se les manifieste, encomendándoles una tarea: ir a evangelizar a todas las gentes, llevar la Buena Noticia a todos los pueblos, integrando a las personas —mediante el Bautismo— a la comunidad de los seguidores suyos. El Bautismo se confiere en el Dios Trinidad. El evangelio de hoy se concluye con la promesa de Jesús de que estará con nosotros hasta el fin del mundo.

Estas son, palabras más, palabras menos, las lecturas del día de hoy. Rescatemos ahora un par de ideas emanadas de estos textos sagrados.

 

El Espíritu Santo

                En el conjunto de las lecturas, se menciona cuatro veces al Espíritu Santo, indicándonos con ellos que nos encontramos en preparación para su recepción. Estamos en camino a Pentecostés. Estamos por recibir este regalo preciosísimo que comparten Dios Padre y Dios Hijo, haciéndonos, con este gesto, poseedores del mismo Espíritu.

Tanto Jesús, como lo que nos pudo revelar de Dios, su Padre y Padre nuestro, son dos Personas que comparten absolutamente todo cuanto poseen. Ellos tienen entre sí una comunión total. Pero no solo. Ellos nos hacen partícipes de esta relación, de este compartir recíproco, mutuo. Con la recepción del Espíritu Santo, formamos parte de esta comunión.

Dios ni Jesús no son dos seres envidiosos, caprichosos, egoístas que se tienen para sí las cosas, sino que, muy al contrario, las comparten abriendo así la relación que mantienen. Habitualmente, sin caer en generalizaciones, no nos solemos comportar como lo hacen Dios y Jesús. Por lo general, somos celosos de los hijos, de la pareja, de los hermanos y de los amigos. Este comportamiento trae consigo, a su vez, que los seres humanos tendamos a cerrarnos, “secuestrando” al otro —a los demás— porque pensamos que es de uso exclusivo nuestro.

Por su lado, Dios y Jesús dan lo más preciado para ellos, aquello que los une, para ofrecernos una enorme lección: tenemos que ser abiertos en nuestras relaciones. Tenemos que compartir lo más posible con la mayoría de las personas con quienes nos encontramos. Tenemos que dar a conocer a los demás nuestros círculos de relaciones, de modo que esto implique una mayor riqueza interpersonal, fruto de este entramado de relaciones. Esta es la invitación. Comportarnos como lo hacen Dios y Jesús, abriéndonos a ellos dos, al tiempo que abrimos el campo de relaciones para que los demás puedan entrar, tendemos puentes para que los demás puedan cruzarlos, con la esperanza de consolidar relaciones más íntimas, cercanas, profundas, y poniendo a dieta círculos reducidos que nos encapsulan en egoísmos. Este sería, a mi juicio, el primer significado de recibir el Espíritu Santo: hacernos con la actitud divina de apertura a todos, a la que se nos invita a imitar.

La recepción del Espíritu Santo tiene que ver con el hecho de que nosotros hemos recibido una tarea. Es decir, hacer realidad la Buena Noticia del Reino de Dios allí donde nos encontremos. En todo momento, tenemos que proclamar el Evangelio de Jesucristo. Para que esto sea así, somos “habilitados”. A nosotros, con el Espíritu Santo, se nos dan las capacidades, las “herramientas” necesarias, las competencias para llevar adelante esta misión. Recibimos los dones del Espíritu, no para provecho propio, sino para ponerlos al servicio de los demás. Nuestra felicidad, al final del día, radica en que los demás sean felices, estén bien, desde el punto de vista material, psicológico y espiritual.

 

                La Ascensión del Señor

En segundo lugar, se repite la palabra “Ascensión”, incluso implícita y simbólicamente: Jesús Resucitado sube, va al cielo. La secuencia ha sido: el Señor que vivió en medio nuestro, va libremente camino de su pasión, muere, resucita y subirá al cielo, para posteriormente darnos su Espíritu Santo. Hablemos, entonces, del Espíritu Santo, y posteriormente de la Ascensión.

Por lo que a la Ascensión se refiere, lo primero que debo señalar es algo que tiene que ver con las personas, por el peso que tiene en nuestras existencias; me refiero a la madurez humana. Una vez más, sin intención de caer en generalizaciones injustas con la realidad, hoy día la madurez se ha retrasado. En el ámbito psicológico se observa una pormenorización de las etapas del proceso de madurez, precisamente a causa de su complejidad. El retraso de la madurez tiene que ver con una interrupción o ralentización en el proceso de crecimiento psicológico, que va a la par con el crecimiento físico. ¿A qué viene todo esto?

Jesucristo debe irse, para que los discípulos puedan madurar, puedan crecer y así asuman la tarea encomendada. Algo parecido nos ocurre, cuando nuestros padres nos sueltan a dar nuestros primeros pasos, para que podamos caminar, para que podamos correr. De no ser así, nos encontraríamos con un hándicap consistente, incapaces de movilizarnos y valernos por nosotros mismos, sino que tendríamos que depender de otros. La sabiduría popular suele plastificar este hecho de la sobreprotección en los papás y mamás “gallina”. Estemos conscientes, pues, que la sobreprotección no hace bien.

Jesús no sobreprotege a los Apóstoles, sino que los protege dándoles el Espíritu Santo. Y los responsabiliza, consiguientemente. Una de las tantas definiciones de la madurez humana, tiene que ver justamente con esto último: las personas maduras somo responsables, nos hacemos responsables de la palabra empeñada, del compromiso adquirido. Nos responsabilizamos de la realidad. Igualmente, estamos claros que pueden darse circunstancias que no nos permitan honrar la palabra dada, o que queramos fundar nuestra existencia en un sentido almidonado del deber; lo dicho hasta ahora va más allá. Tiene que ver con la vida coherente, o sea, lo que se dice con las palabras, se corrobora con los hechos; lo que se hace mediante acciones, se inscribe en las palabras que pronunciamos.

Fíjense cómo hoy día la responsabilidad es un principio muy necesario entre nosotros, los venezolanos. En nuestro país, no hay un solo responsable por el desastre, la desgracia que ha puesto a ras de piso a la enorme mayoría de la población.

Por último, con su subida al cielo, Jesús nos está indicando cuál es nuestra meta. Nosotros, “terrestres”, levantamos la mirada al cielo, que representa el punto de llegada de nuestro camino. Nuestro fin es poder llegar a formar parte de esta Familia que es la Trinidad. A esta Familia pertenecen nuestros queridos difuntos; por eso, sin desentendernos del dolor que causó su partida, nos alegramos porque volvieron a Dios, de donde salieron.

 

                El “kabot” de Dios

La Ascensión es la participación de la gloria divina. Un cristiano de los primeros siglos, de nombre Ireneo, llegó a afirmar que “la gloria (kabot) de Dios es que el hombre viva”. La Carta de san Pablo a los Efesios se refiere a la gloria divina con términos preñados de significado. Por lo que a nosotros respecta, la gloria divina está en el hecho de que Dios se alegra, se llena de felicidad si nosotros podemos vivir abundantemente, empezando por tener cubiertas nuestras necesidades básicas y todo aquello que nos corresponde por el simple hecho de haber nacido.

De lo anterior se desprende que lo que estamos viviendo en Venezuela debe tener muy triste a Dios, por decir lo menos. Dios no está feliz con esta situación. Él persigue y aboga por nuestra felicidad, porque nos desarrollemos y crezcamos en todos los ámbitos. Uno de estos espacios, dado el lugar desde donde hablo, es el educativo. La educación busca nuestro desarrollo y progreso: una de las claves para resolver todos los problemas que nos aquejan se encuentra en la educación. Algunos círculos de poder han entendido esto a la perfección, que establecen medidas estrechas para ahogarnos.

 

Hasta el fin del mundo

Como resumen todo cuanto he dicho hasta ahora, tenemos la frase de Jesús que sirve de corolario a esta reflexión: Él estará con nosotros hasta el final del mundo. Él estará con nosotros en este corrido hacia la madurez, que implica igualmente asumir responsablemente nuestras tareas y compromisos. Nos apoyamos en la palabra de Aquel que nunca nos ha defraudado. Amén.

 

Luis Ovando Hernández S.J.
Rector