Puerto Ordaz, 14 de junio de 2020

 

 

«PAN PARA TODOS»

Homilía en la misa de Corpus Christi

 

Introducción

Cada vez se hace más acto de presencia el hecho de lo difícil que supone predicar la Palabra de Dios en Venezuela, pues su mensaje produce inicialmente una mueca de desacuerdo, desinterés o de incomodidad, como si estuviéramos en presencia de un mal chiste. ¿Cómo no encajar sarcásticamente las palabras del Señor, si parecieran estar dirigidas a otra realidad menos la nuestra?

Hoy celebramos la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Jesucristo, o Corpus Christi. Es una festividad litúrgica del siglo XIII, modificada a lo largo de la historia, hasta llegar a nosotros. En el estado Miranda tiene mucho arraigo y se la acompaña con la expresión cultural de los Diablos danzantes de Venezuela, patrimonio inmaterial de la Humanidad, declarado por la UNESCO en 2012.

La Palabra habla de un Dios que alimenta a su pueblo en su duro peregrinar por el desierto durante cuarenta años. San Pablo, por su parte, que formamos un solo cuerpo porque todos comemos del mismo pan. Finalmente, san Juan coloca en Jesús cuatro veces la afirmación de que Él es el pan de vida eterna. Pues bien, predicar esta palabra, interpretándola en el contexto que vivimos y padecemos hoy día es una tarea ardua, que podría llegar a considerarse una broma de mal gusto.

El 93% de los venezolanos padecen desnutrición, al no tener acceso a unos alimentos cuya canasta alimentaria requiere de 200 salarios mínimos para poder cubrirse. Los productos escasean, y los existentes en los anaqueles son caros y no siempre de buena calidad. Las comidas se han reducido a una al día, pero quienes hurgan entre los escombros aumentan siempre más.

 

El pan para los peregrinos

Israel fue liberado por Dios de la esclavitud de Egipto, e inició su camino que lo conduciría a la consolidación de esta libertad, asentándose en la tierra que Yahvé le ha prometido. Este recorrido se extendió por cuarenta años, marcados por el hambre y todo tipo de necesidad; es un desierto «inmenso y terrible, con dragones y alacranes, un sequedal sin una gota de agua». El cuerpo y el alma son puestos a prueba en esta situación límite y limitante.

Pero Israel no está solo. Yahvé lo acompaña, y lo asiste. Dios provee al pueblo de un pan venido del cielo: no se acapara, sino que se consume a diario; a ninguno le está negado y se come en familia. Cuando ya no tienen agua, hiere la roca convirtiendo el lugar en manantial de agua clara, pura, fresca.

La primera lección de esta lectura es que Dios no solo está y actúa en nuestros procesos de romper las cadenas que nos encorvan con su peso y limitan nuestra preciada libertad. Él nos acompaña y nos sostiene. El Señor Dios provee y está atento a nuestras necesidades, sin que nos eludamos de nuestras obligaciones.

El pan que Dios ofrece da fuerzas para no decaer en el camino. Es un camino de aflicciones y pruebas que acrisolan nuestras intenciones y deseos. El alimento tiene la propiedad —entre otras realidades— de reponer nuestras fuerzas físicas, para encarar empresas o darle continuidad a las ya iniciadas. Pero este pan bajado del cielo tiene la propiedad de que Israel experimente que no hace el camino solo, abandonado a sus solas fuerzas de voluntad, sino que Yahvé lo acompaña incluso en los malos momentos.

 

El pan se comparte

Recuerdo que alguien llegó a decirme que sentía vergüenza consigo mismo, abrigando odio en su corazón, porque, cuando recibía visitas, se veía obligado a esconder la poca comida de que disponía, pues de ofrecerla a los huéspedes, corría el riesgo de quedarse sin ésta, ya de suyo racionada, bien medida y que, como en el pasaje del profeta Elías, alcanzaba solo para dos, pero no para tres.

Este malestar cada vez más extendido atenta contra un principio comensal que conozco desde niño: hoy no es tan sencillo decir que «donde comen dos, comen tres». No es tan sencillo. Comprendo la situación y comulgo con la pesadumbre de no ofrecer algo de lo propio a quienes nos visitan. Toda la verdad sea dicha: al lado de este escenario, se da también aquél de quienes comparten con los demás incluso lo que necesitan o de lo que no disponen. A esto lo suelo llamar «la multiplicación de los panes».

San Pablo le dice a los corintios que el cuerpo y la sangre de Cristo se comparte, haciendo de nosotros un solo cuerpo. En esta afirmación están encerradas otras dos realidades. La primera es que estamos invitados a partirnos, a compartir con los demás. Nos damos a los demás, abrimos nuestras manos y nuestros haberes materiales. La segunda es que semejante actitud crea comunión, nos acuerpa, nos hacemos uno solo.

La segunda lección del día nos anima a no dejarnos arrastrar por la situación de carestía, donde cada quien piensa únicamente en el propio estómago, sino que, a pesar de encontrarse en tan deplorable estado mantiene la generosidad como consigna. Si el compartir lo que se tiene es meritorio, lo es mucho más compartir aquello que escasamente tenemos o sencillamente no tenemos. ¿Qué damos, si no lo tenemos? Damos nuestro cuerpo y corazón empobrecidos, pero solidarios y generosos. Damos un remedio contra el egoísmo que amenaza con carcomer el espíritu humano. A pesar de disminuir de peso y talla; sin embargo, la Vida se fortalece. Esta actitud bien nutrida cotidianamente nos ayudará también a salir de esta desgracia en que nos han colocado las malas políticas, que han hecho de nuestra hambre un mecanismo de control social.

 

El Pan de Vida

Es la oferta de Jesús de Nazaret, repetida cuatro veces en el evangelio de san Juan: su pan, que es su Cuerpo, es para nuestra eterna Vida. Hay vida donde hay solidaridad y compartir, para sobrellevar esta plaga, no caída del cielo, sino provocada acá en Venezuela. Del cielo desciende el Pan de Vida, no el hambre para un pueblo.

Días atrás leí que una italiana de ochenta y siete años de edad, enferma e impedida para movilizarse, sola y con la mala suerte de que quien la asistía esa mañana no fue. La mujer logró acumular fuerzas y llamó a la policía, alcanzando a decir «estoy sola, y tengo hambre». Inmediatamente, se apersonaron dos carabineros y le prepararon de comer. Este gesto heroico corre el riesgo de perderse en un mar de situaciones dolorosas, pero no deja de ser ejemplar, preñado de simbolismo. Esa tarde, estos dos policías no habrán aplacado el hambre de la humanidad necesitada, pero sí lo hicieron con una persona.

Los invito, entonces, en esta solemnidad, a vivir la experiencia de que hay más felicidad en dar que en recibir, y que, al salvar una vida, habremos salvado a la humanidad. Los invito a tomar el teléfono para oír la voz de nuestros hermanos que nos dicen «estoy solo, y tengo hambre». Esa voz sufriente debe motorizar nuestra creatividad, llevándonos a dar pasos concretos y eficaces que hagan frente a esta desidia no querida por Dios. Y porque también nosotros estamos urgidos de nutrirnos, le pedimos nos dé el Pan del cielo. Le pedimos que las leyes eclesiales no le nieguen este Pan a todos los que se acerquen a tomarlo, y que no tenga absolutamente nada que ver nuestra pureza o ausencia de pecados o que estemos en regla con la Iglesia. La Iglesia de Jesucristo no le niega la comunión a nadie. Esa no debe ser la actitud cristiana, porque no fue la actitud de Cristo, quien no se negó a nadie. Es más, generosamente se dio a aquellos que su sociedad les negaba participar de la vida divina por quienes se consideraban mejores y puros. Seamos cada día más como lo fue Jesús. Él es el Pan para todos, no el pan para algunos. Así sea.

 

Luis Ovando Hernández S.J.
Rector