Puerto Ordaz, 10 de mayo de 2020

 

MADRE Y MAESTRA

Homilía en la misa del Quinto Domingo de Pascua

 

Introducción

Solemos oír frecuentemente que mayo es el mes de las flores; pero también está dedicado a las madres. Es el mes donde vemos cómo rebrota la vida de este lado del planeta, con el inicio de las lluvias, bendición para una tierra y vegetación azotadas por el verano. Los árboles nos dispensan sus frutos y las flores engalanan el ambiente, al tiempo que conectan con el sentimiento estético que poseemos.

La vida aparece por doquier, que hasta la Cruz de Cristo florece. A ésta dedicamos galerones, pues representa la salvación para la Humanidad entera. El negro, típico del luto y la pesadumbre, da paso a una eclosión de colores recogidos una vez más en las flores, que al juntarlas todas, nos ayudan a tomar contacto con el sentimiento de alegría y esperanza que igualmente llevamos dentro de nosotros.

En Venezuela y otros países, dedicamos el segundo domingo de mayo a celebrar el día de la madre. He querido ofrecer esta eucaristía, pues, por todas nuestras madres: las biológicas y las que Dios ha puesto en nuestro camino; las que están con nosotros y las que viven ya en las habitaciones que Jesús fue a prepararnos, como dirá el Evangelio del día de hoy. Ofrezco asimismo esta misa por todas esas madres que, por si fuera poco todo lo que supone ser madre, ahora se han convertido también en maestras… en maestras de verdad. Mujeres que nos enseñan el lado femenino de la vida. Mujeres que son nuestras enseñantes en estos tiempos de pandemia.

Ofrezco esta misa por aquellas mujeres que decidieron ser madres, y por quienes lo desearon pero las circunstancias no se lo permitieron. Ofrezco esta misa por aquellas mujeres que adoptaron hijos, y por quienes los aceptaron en casa aunque faltaran los documentos. Ofrezco esta misa por aquellas hermanas, tías, abuelas, vecinas y amigas que ocupan sobradamente la maternidad. Ofrezco esta misa por aquellas mujeres que no quisieron ser madres, a pesar de haber concebido hijos. Ofrezco esta misa por aquellos hombres que hoy día les ha tocado asumir el rol de madres.

 

Camino, verdad y vida

                Hemos leído el evangelio según san Juan. Jesús se dirige a sus discípulos en el marco de la Última Cena. Es un momento que ocupa varios capítulos de este libro, y se lo conoce como el «discurso sacerdotal» de Jesús. Son palabras de despedida, pues el Señor está a punto de partir, para volver a Dios, que representa su origen y su meta. Esta relación no es exclusiva entre Dios y Jesucristo, sino que el Señor Jesús nos la ofrece también a nosotros, de manera que todos podamos habitar en esa casa que es la Trinidad. El «camino» para llegar a Dios es precisamente Jesucristo. Él nos lleva hasta su Padre, que es también el nuestro.

De esta idea presente en el evangelio, quiero rescatar una realidad que solemos atribuir —o esperamos ver— a nuestras madres. Es decir, la madre no excluye a ninguno de sus hijos, sino que los recibe a todos por igual, consciente de que todos son diferentes. Esto es verdad. Esta acogida en su seno amoroso comporta la tarea de colocar a los hijos en la órbita de Dios, pues conocer al Señor es lo mejor que le puede suceder a los hijos, y toda madre aspira a que a sus hijos le ocurra lo mejor de esta vida: recorrer el camino hasta llegar a Dios, gracias a Jesús que es ese camino.

 

Crean en mí y en mis obras

                Este recorrido solo es posible mediante la fe, si bien es cierto que no han faltado personas que lo han hecho de manera inconsciente. La fe aquí significa confiar en las palabras de Jesús. Todo cuanto Él ha dicho se cumplirá. Pero no faltan los escépticos —como es el caso de Tomás— que no terminan de entregarse por entero al mensaje salvífico; el Señor es tajante en este aspecto: «si no crees en mí, al menos préstale adhesión a mis obras». Dicho de otro modo: las mejores palabras son los hechos. Y en el caso de Jesús, todo lo que dijo lo cumplió. Sus acciones y palabras van en una misma dirección.

Aplicado este evangelio a la celebración de hoy, se vislumbra que en su inmensa mayoría los hijos solemos dar fe a las palabras de nuestras madres, pues generalmente van acompañadas de hechos y acciones. La madre no solo dice amar a su hijo, sino que además hace realidad este amor. Son coherentes, y al serlo, podemos confiar cada día más en ellas.

 

Linaje elegido, sacerdocio real, nación santa

                La segunda lectura está tomada de la primera carta del apóstol san Pedro. En este pasaje se presentan dos ideas principales. Es decir: Jesús es la piedra angular, desechada por los constructores; pero, al ser aceptado por nosotros, nos hemos convertido en «linaje elegido, sacerdocio real, nación santa».

Esta frase es fundamental en nuestra condición eclesial. Con otras palabras: de acuerdo a la idea que poseo sobre la Iglesia, así será la Iglesia que yo propiciaré. Y la frase en sí es inclusiva, toma en consideración a todos los bautizados sin distinción alguna, como se hacía antes, donde la pertenencia a la comunidad religiosa se hacía en base a la exclusión y las diferencias.

Estamos en presencia de uno de los mayores retos para la Iglesia universal. «Iglesia» no es únicamente un sustantivo femenino, sino que en realidad la Iglesia es femenina: la mayoría de sus participantes son mujeres, numéricamente hablando; son quienes permanecieron al pie de la cruz y las primeras testigos de la resurrección de Jesús. Podría estar todo el día aduciendo ejemplos de por qué afirmo que la Iglesia sea femenina, pero el tiempo no ayuda y tampoco quiero confundir a nadie pensando que se trate de un episodio de «La guerra de los sexos».

Deseo enfatizar que, con Jesucristo, la Iglesia debe ser el espacio donde todos sus participantes poseen las mismas prerrogativas; entre nosotros no debería haber gente de primera, y gente de segunda o tercera categoría. Y menos aún, si esa injusta categorización se hace en base a nuestro género. Somos linaje, sacerdotes y nación; somos hijos de Dios y hermanos entre nosotros. Esta fraternidad está igualmente compuesta por mujeres que han hecho del servicio su poder, y del amor su fortaleza. Es por ello que su presencia y actuación es esencial. La mujer nos reúne a todos, como la gallina —la imagen aparece en el evangelio— junta a sus pollitos bajo sus alas.

 

No descuidar a las viudas

                Quiero terminar. La primera lectura está tomada de los Hechos de los Apóstoles, en su capítulo 6… y ya tenemos problemas entre los seguidores de Jesús que hablan griego, y los discípulos que hablan hebreo. Los primeros se quejan de que estos últimos han descuidado a sus viudas en el sostén diario. En este mismo capítulo sexto, vemos cómo la Iglesia empieza a organizarse, porque las necesidades así lo exigen. De este modo, y para atender a las exigencias planteadas, surge el orden de los diáconos, con san Esteban a la cabeza de los primeros elegidos.

Sin embargo, quiero referirme a otro tema que aparece en esta lectura. De todas las lecturas hechas hoy, aquí es donde aparece una mención explícita a las mujeres. Es decir, las viudas.

Vale la pena dar un par de pinceladas sobre la figura de la viuda en Israel, para comprender bien el sentido que quiero darle a la celebración del día de las madres. En la Biblia aparece lo que alguno llamó la «trilogía del pobre». Es decir: los más pobres entre los pobres en el pueblo que vio nacer a Jesucristo son el huérfano, el extranjero y la viuda.

En una cultura donde todo orbita alrededor del varón, lo peor que le puede ocurrir a una mujer, después de haber aspirado con todo su ser desposarse con un hombre, y haber juntado lo poco o mucho que poseía para una dota, es que el marido fallezca. La viudez supone caer al más bajo estrato social, en la pobreza extrema, donde su supervivencia depende de la caridad de los demás. Pero la pobreza no está determinada solamente porque esta mujer debe hacer hasta lo imposible por dar con ese dólar y medio que le permita llegar al día de mañana, sino que lo hace en una total indefensión, siendo objeto de todas las injusticias. En semejante situación, la única reserva que posee la viuda es precisamente Dios, del mismo modo que muchísima gente nuestra recurre a José Gregorio Hernández, porque no tienen ni para la consulta ni para los medicamentos.

Por otro lado, esta mujer, pobre e indefensa, es ejemplo en un par de ocasiones en el evangelio: es la que deposita lo único que tiene para vivir como ofrenda en el templo, es la que no se amilana ante el juez injusto y lo inoportuna hasta que sentencie según justicia.

La mujer, toda mujer. La madre, todas las madres. Ustedes representan lo mejor del género humano. En ustedes se concentran el amor, como el primer y más importante motor de la Humanidad. Son ustedes quienes nos dan ejemplo de servicio, no con sus palabras, sino primeramente con sus acciones. En no pocas ocasiones, son ustedes la piedra angular del hogar, las más generosas y quienes levantan sus voces exigiendo justicia.

Al volver a Guayana después de más de treinta años de ausencia, Dios me dio a Carmen, mi mamá. A él elevo mi agradecimiento por su vida. Pero también me dio tres madres: a Luzmarina, quien, por esa divina confusión, se creyó ser mi coetánea, cuando en realidad podía ser mi madre; a Eli, quien lleva dentro una búsqueda espiritual irresuelta, y mientras intenta encontrar la respuesta, se dedica a servir incondicionalmente al Colegio y a la parroquia a la que pertenece; a Maneli, que más que madre, es toda una dama victoriana, cuya prestancia da más peso a sus palabras, especialmente cuando de palabras de aliento se trata. Dios las bendiga a todas ustedes, y bendiciéndolas a ustedes, bendiga a todas las madres.

 

P. Luis Ovando Hernández S.J.
Rector