I.

Las lecturas del Segundo Domingo de Pascua están tomadas del Nuevo Testamento (Hechos de los Apóstoles, Primera Carta de san Juan y el evangelio del mismo autor).

Acabada la Semana Santa entramos en el tiempo Pascual, es decir, el compás de espera que se abre entre la resurrección de Jesús y la venida de su Espíritu a nosotros, también conocido como Pentecostés. Este tiempo, pues, es demasiado importante para nuestra vivencia cristiana: Jesús, venciendo la muerte nos dona su Vida, dándole sentido a la nuestra. Porque Él resucitó, es que podemos predicarlo a todo pulmón; a esto se suma la esperanza de que el tiempo presente, devastado por lo que a Venezuela se refiere, no es un tiempo estanco, sino que encierra en su misma dramaticidad, sus vías de solución.

 

II.

La primera lectura es bastante conocida, pues su contenido suscita sueños de un mundo siempre mejor. Muerto y resucitado el Señor, sus amigos se lanzan a predicarlo, de palabras y obras. Alrededor de este anuncio, se junta un grupo que, siguiendo el ejemplo de los testigos valerosos de la resurrección de Jesús, pone todos sus bienes en común, de modo que ninguno de aquellos que abrazaron a Jesús como su Señor pase necesidad. Este modo de proceder, les ganó buena fama y fue la mejor estrategia para aumentar el número de seguidores. La segunda lectura ofrece una definición de lo que es la fe. Para san Juan, tener fe significa “nacer de Dios”. Quien tiene fe, ama a Dios y a los demás. Este amor se traduce finalmente en combatir al conglomerado humano que rechaza a su Creador. Esta pelea contra el mundo se da con fe —volvemos a un círculo virtuoso— desde nuestra condición de hijos de Dios y hermanos de Jesús, que luchó contra el mundo y lo venció. Por último, el evangelio de Juan muestra una “aparición” de Jesús: es domingo. Es de noche, y sus discípulos están “encochados” por miedo a que los judíos tomen represalias contra ellos. En ese ambiente de depresión y miedo, Jesús irrumpe con su paz. Ellos entran en un estado de shock tal, que Jesucristo se ve obligado a mostrarles las heridas ocasionadas con su crucifixión. Acto seguido, vuelve a desear que la paz more en sus corazones, y sopla sobre ellos su santo Espíritu. Tomás Apóstol, no estuvo cuando se apareció al resto del grupo. Ante la noticia de que el Señor está vivo, Tomás responde con la frase que ha llegado hasta nosotros: “ver para creer”. Llegamos al siguiente domingo siguiente, y se repite la misma escena: Jesús se le aparece a los suyos, llevando sus manos repletas de paz. Ahora Tomás si está. Jesucristo le dice que constate, metiendo su mano en sus heridas y costado, que es Él y no otro, y les recuerda a todos la dicha que supone creer sin haber visto.

 

III.

La lección es clara: hay que “creer para ver”. Muchos comentaristas del pasaje de Hechos de los Apóstoles concuerdan en que lo allí descrito nunca existió; sería una “utopía”. Y es probable que tengan razón, pero la perícopa tiene otra función. Se busca con lo expuesto activar los resortes para que —conscientes de que aunque no esté presente— el relato cobre vida. Tan eficaz es como detonador que hubo y hay experiencias preciosas, donde la solidaridad, la generosidad y estar atentos del otro, representan la realidad de las relaciones humanas. Lo anterior gana en concreción porque se sostiene en la fe de las personas, entre sí y para con Dios. Para que mi principal preocupación sea el otro, tengo que haber nacido de Dios, ser un hombre de fe. La fe supone la confianza como ingrediente principal de la relación, pero también supone creer no obstante las circunstancias nieguen abiertamente esta fe. Jesús fue un hombre de fe. Él confió en sus contemporáneos, no obstante conociera sus intenciones más profundas. Él confió siempre en aquellos a quienes su Padre tanto amó; y Él siguió su ejemplo amando a los suyos hasta llegar a entregar su propia vida. Él creyó en sus discípulos, a los que encontró unidos, a pesar de la depresión y el miedo. Jesucristo creyó en Dios su Padre, incluso en la pasión, que representó el momento más trágico de su existencia, y sin embargo aceptó con absoluta fe: el primer sorprendido con la resurrección de Jesús fue el mismo Jesús. Con ella conoció algo inédito en la relación con su Papá, o sea, Dios es un empedernido amante de la Vida. Por eso lo resucita, y por eso nos ofrece la resurrección también a nosotros, para que nuestro paso por este mundo cobre un novedoso sentido.

 

IV.

La liturgia nos introdujo en la Pascua, y nos invita a vivirla alegremente. Cobrando fuerzas para continuar. Pero sucede que Venezuela aún vive su “Viernes Santo”, una pasión inmerecida, donde el sufrimiento está netamente presente y actuante, hiriéndonos y asesinándonos. Doy fe de que Cristo resucitó, así como testifico que mi país todavía no lo hace. Nunca falta un sacerdote que comentando este evangelio, diga que somos como Tomás, “si no veo, no creo”. Respetando la opinión ajena, creo que no es del todo correcta. No somos como Tomás, sino como aquellos a los que el Señor llama “dichosos” porque creen sin ver. A Jesús resucitado todavía no lo vemos según nuestro condicionamiento espacio-temporal. Pero sí hemos sido testigos del derroche de solidaridad y bondad desatados a lo largo del territorio nacional, que hace frente a la catástrofe que vivimos en todos los aspectos de la realidad. Al resucitado no lo hemos contemplado en todo su esplendor; pero sí hemos visto sus señas, cuando la vida se impone a la muerte. De este tipo de experiencia, hemos introducido nuestras manos en heridas y costados traspasados. Se hace con respeto, con delicadeza, con amor solidario. Esta experiencia de ayudar al otro, de servir al otro, se precipita en nuestro interior en términos de paz.