I.

A medida que pasan los días, la liturgia pascual profundiza en el evento de la resurrección de Jesús, echando mano del Nuevo Testamento. El libro de los Hechos de los Apóstoles, la Primera Carta de san Juan y el evangelio de san Lucas abordan la realidad “resurrección de Jesús” a través de la historia de la comunidad primitiva, y de las apariciones de Jesucristo a los suyos. Nuestra historia actual puede buenamente compararse con el nacimiento de la primera comunidad, porque, al igual que ella, somos los propagadores de la Buena Noticia de Jesús, pero sin Él. Que estemos sin Jesús “de carne y huesos” no quiere decir que estemos solos, sino que construimos la comunidad, y proclamamos el Evangelio siguiendo las insinuaciones del Espíritu del Señor. El otro punto, es evidenciar “dónde” se nos aparece Jesús hoy.

 

II.

Para comprender la primera lectura, hay que irse unos versículos atrás —que no están en la lectura del Tercer Domingo de Pascua— donde Pedro, acompañado por Juan, mientras se dirigen al templo para orar, se cruzan con un paralítico que les pide una limosna. Desprovistos de dinero, Pedro, en nombre de Jesús, sana al tullido. Una vez cumplido el milagro, Pedro se dirige a los presentes afirmando que Dios glorificó a Jesús, resucitándolo; Él, que fuera reconocido inocente incluso por Pilato, murió crucificado pues los judíos prefirieron indultar a Barrabás, enviando al patíbulo al “autor de la vida”. Sin embargo, los discípulos son testigos de la acción divina en la resurrección de Jesús, y en virtud de su condición de testigos, comprenden que el pueblo actuó de ese modo por ignorancia. En definitiva, es menester, después de oída la predicación de Pedro, arrepentirse y convertirse para recibir el perdón que viene de Dios.

La carta de san Juan profundiza en lo apenas dicho: no debemos pecar; ahora bien, si lo hacemos, hemos de estar claro de que Jesús está de cara a Dios, abogando por nosotros. Esto es posible porque Él cargó con nuestros pecados. Ahora bien, quien conoce a Jesucristo, vive para cumplir sus mandamientos.

El evangelio del Domingo se abre con la última frase de la aparición por parte de Jesús a dos discípulos que huían de Jerusalén, deprimidos y decepcionados, y a los que se manifiesta camino de Emaús. La escena es muy similar a la del Domingo anterior: Jesucristo se le aparece a los suyos, deseándoles la paz, pero ellos son incapaces de reconocerlo; no obstante, la lectura insiste en que se trata de Jesús en persona, de “carne y huesos”. Él les muestra las marcas de la pasión, e incluso pide algo de comer. Los discípulos son entonces los testigos del resucitado: la muerte y resurrección de Jesús dan cumplimiento a lo que testimonian las Escrituras, los Apóstoles las comprenden porque Jesús los habilitó para ello, y predican la conversión y el perdón de los pecados, empezando por la misma Jerusalén.

 

III.

De la interpretación de las lecturas, rescato un par de elementos que posteriormente centraré en nuestra realidad. En primer lugar, una vez que Jesús no está, Pedro asume la conducción del grupo, y lo hace con competencia evangélica, dado que cada día que pasa, Pedro se parece más a Jesús, el autor de la vida, porque también es capaz de dar vida. En segundo lugar, que el conocimiento de Jesucristo suponga el cumplimiento de sus mandamientos, me coloca inmediatamente ante la constatación de que sus mandamientos son en realidad uno solo: “ámense los unos a los otros como yo los he amado”. Este “dogma” se da precisamente en el contexto previo de su pasión. Por último, el evangelio afirma que los discípulos reconocieron al resucitado “al partir el pan”. Si la semana pasada, Jesucristo se aparece a los discípulos de “Domingo en Domingo”, aquí se les aparece al partir el pan.

 

IV.

Si Pedro es capaz de asemejarse al Señor Jesús, también nosotros podemos asimilarnos a Él. También nosotros, porque tenemos el Espíritu, podemos parecernos siempre más a Jesucristo: ser hombres autores de vida. Hoy día estamos interpelados por la realidad a compartir con los otros lo poco o mucho que tengamos, incluyendo primeramente la fe en Jesucristo, única capaz de desencadenar dinámicas que superan la paralización humana. Después, Jesús entendió su vida a partir de la entrega amorosa, desinteresada, de la Buena Noticia, echando suerte con los excluidos de esta historia. Finalmente, la contemplación de Jesús Resucitado no pretende el encapsulamiento del testigo, sino que se lance decididamente a la predicación, así como Jesús lo hizo. Los discípulos aceptan el reto y, dirigidos por Pedro, se arriesgaron a proclamar valientemente el arrepentimiento y la conversión, a un ambiente que los rechaza y persigue, los odia y lleva al cadalso.

La contemplación del Resucitado se da hoy en el encuentro de la comunidad, para la proclamación de la Palabra de Dios; la contemplación del Resucitado se da en la Eucaristía, “al partir el pan”, en la comunión del pan de los peregrinos, que es el Cuerpo de Jesús hoy nuevamente resucitado. La predicación implica decir la verdad, llamar a las cosas por su nombre. La fracción del pan supone abrirse al perdón, al compartir desinteresado.

Con el correr de las semanas, no profundizamos exclusivamente en el tiempo litúrgico, sino que nos acercamos a la agudización de la crisis del país. El precipicio está a la vuelta de la esquina, y avanzamos hacia él. Es en este contexto donde debemos volver a predicar al Señor, que venció la muerte y creó otra vida, nueva. Nuestra creatividad es puesta a prueba por la situación, llegando al extremo de pensar que no lo lograremos, y terminaremos cediendo a la catástrofe, perdiendo a propia dignidad. El ambiente es muy próximo al vivido por la primera comunidad cristiana; ésta, al recibir el Espíritu, no se rindió. No lo hagamos tampoco nosotros; si se diera el caso de arrodillarnos, hagámoslo ante el Señor, y no ante poderes efímeros, meros ídolos.