I.

La lepra es una enfermedad que causa repulsión a primera vista: ataca fundamentalmente las extremidades, reduciéndolas a muñones de carnes. Esta repelencia hacia la enfermedad llegó al punto de crear leprocomios. Sin ir demasiado lejos, hasta 1984 en la isla de Providencia del Estado Zulia, eran confinados aquellos que padecían el morbo y sus variantes, siendo Jacinto Convit quien dio con una vacuna contra el mal, poniendo fin a semejante «solución».

Porque las lecturas del 6° Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B, hablan a propósito de la lepra, deseo abordar lo expuesto en la Sagrada Escritura, para luego procurar aplicarlo a nuestra realidad concreta.

 

II.

La Biblia conoce la lepra. Al tratar el tema, sin embargo introduce un par de presupuestos que pasan inadvertidos, pero que exigen explicitarse para entender lo mejor posible las lecturas.

En primer lugar, para el hombre del Antiguo Testamento, el leproso es una persona a quien Dios le retiró su gracia, lo castigó con la enfermedad por haber pecado. El presupuesto es por tanto que la lepra mucho antes de considerarse una patología que ataca el cuerpo, es una enfermedad moral: se está contaminado de lepra por ser malo.

En segundo lugar, en tiempos de Jesús se cree que la lepra es contagiosa (hoy día sabemos que lo es si el portador no la controla y el tratamiento no la suprime debidamente, y si coincide con otra persona predispuesta genéticamente a padecerla). Ello implica automáticamente para el afectado tener que salir del grupo social, aislarse, no entrar en contacto con ser humano alguno. El leproso estuvo obligado por ley, durante mucho tiempo, a avisar a los demás de su presencia. Este segundo presupuesto es por tanto que la lepra coloca en un estado de impureza a la persona, que es menester poner distancia de todos sus centros sociales de referencia: quien está contaminado de lepra se debe ir.

Lo dicho anteriormente, se corrobora con que corresponde al representante religioso de Israel cerciorarse de que la persona está enferma, al tiempo que establece las normas a seguir, en el orden moral y del alejamiento social.

 

III.

Hablemos del evangelio. Marcos relata la curación de un leproso por parte de Jesucristo. El hombre, puesto de rodillas ante el Señor —o lo que es igual, en actitud de oración— le pide que lo cure, si Jesús lo desea. Con otras palabras, el hombre está diciendo: «la iniciativa es tuya, Señor». Jesucristo se compadece interiormente, y lo toca manifestando así su poder sanador.

Ese es el primer milagro. Jesús hace caso omiso de aquellos que decretan que debemos apartar a los demás, o debemos apartarnos de ellos. Jesús muestra así con este gesto que Dios no se aparta del enfermo, que su solvencia moral o menos, no tiene nada que ver con el amor incondicional que le brinda abiertamente. Se opera el segundo milagro, o sea, la curación en sí.

Lo que sigue a continuación es el precipitado lógico de la escena anterior: presentarse ante el sacerdote significa acá que éste certifique la curación, según lo establecido por la ley mosaica; pero significa asimismo que el antiguo leproso lleve su curación al plano litúrgico, es decir de agradecimiento a Dios «por favores recibidos».

El pasaje evangélico se cierra con un tercer milagro: quien estaba enfermo dedica ahora su existencia a proclamar la Vida que Dios le dio a través de su Hijo, nuestro Hermano Jesús. Esta predicación es tan eficaz que ya Jesús no puede entrar pacíficamente en ninguna parte. Su rumor lo precede.

 

IV.

En Venezuela vivimos una penosísima situación a propósito del tema salud: centros hospitalarios a ras de suelo, escasez de medicamentos básicos, padecimiento y defunción por enfermedades erradicadas hace décadas, especulación alrededor de esta necesidad… capean en todo el territorio. Hoy, la más mínima enfermedad puede degenerar en un mal irrefrenable, mortal. Esto es un drama que se agudiza con el correr del tiempo.

A diferencia del Señor Jesús, que se compadeció hondamente con el enfermo de lepra, en el país no hay un sistema que responda debidamente a este derecho que tenemos todos, y que es odiosamente vulnerado, lo que lleva a concluir que la indolencia más áspera está enquistada en el corazón e inteligencia de los responsables primeros y últimos de custodiarlo. Esto es así que no permiten siquiera la apertura de un canal humanitario para medicamentos. Esto es un drama, dos veces.

Si en tiempos del Antiguo Testamento, el leproso debía andar como un auténtico indigente, gritando su condición, y si en el Medievo debían llevar atadas a sus manos las «tablillas de san Lázaro», una especie de cencerro para que el resto notara su presencia, hoy día se nos obliga a carnetizarnos para gozar de beneficios de suyo básicos, como puede ser la alimentación, por ejemplo.

En Venezuela vivimos un auténtico apartheid, penosamente exacerbado, promovido desde hace un par de décadas desde el ámbito político, valiéndose de diferentes mecanismos. Esto es indignante, por injusto. Gracias a Dios, el sentido común se ha impuesto en términos de acortar las distancias que no nos pertenecen, que no queremos.

En la segunda lectura, Pablo anima a los Corintios a seguir su ejemplo, así como él siguió el ejemplo de Cristo. Sigamos pues el ejemplo de Cristo: que la situación venezolana nos siga removiendo las entrañas, para que no nos desanimemos, y consiguientemente nos deprimamos: la compasión debe ir de la mano de la indignación. Que acortemos distancia, porque no queremos diferencias ficticias ni discriminación alguna cuando deseamos acceder a los bienes básicos —pocos— a los que tenemos derecho por el solo hecho de ser personas.